Dirección: Peter Segal
Guión: Tom Astle, Matt Ember
Intérpretes: Steve Carell, Anne Hathaway, Dwayne Johnson, Alan Arkin, Terence Stamp, James Caan, Bill Murray, Kevin Nealon, Patrick Warbuton
Música: Trevor Rabin
Duración: 110 minutos
Cine en serie. A medida que pasa el tiempo se vuelve cada vez más acuciante la necesidad de personajes que sufre el cine estadounidense desde hace más o menos una década. Las adaptaciones de cómics y videojuegos, de literatura fantástica infantil, de series, las secuelas de sagas ya terminadas hace tiempo o las remakes, son el síntoma más evidente de la carencia de historias y personajes sólidos que tiene la industria norteamericana. Y la práctica cada vez más frecuente de ampliar cualquier película exitosa con varias secuelas (por lo general, trilogías) no hace más que empeorar las cosas; los pocos personajes más o menos consistentes que surgieron del cine o fueron adaptados para cine en los últimos diez años (Jack Sparrow, Harry Potter, algunos de Matrix, etc) son sobreexplotados rápidamente, en pocos años y varias películas, y los personajes terminan aburriendo y dejando de interesar. Lo mismo pasa con las adaptaciones, ya sea de cómics, videojuegos o con las nuevas secuelas; en la gran mayoría de los casos no hay un acercamiento reflexivo a los personajes, sino que la operación siempre es la misma: explotar, rápido y al máximo. Exprimir las historias y los universos. Incluso un puñado de muy buenas películas recientes, como Rambo, Rocky Balboa o Duro de Matar 4.0, no dejan de ser productos de esta cadena de producción. Y el problema es que esta tendencia es cada vez más marcada, o sea que el reflote de personajes e historias es algo recurrente y la explotación cada vez más veloz, lo que da un mercado del cine saturado de adaptaciones y secuelas que van dejando el lugar alternativamente la una a la otra, constantemente. En este contexto, El Super Agente 86 no es ninguna excepción, sino que como Los duques de Hazzard, Starsky y Hutch, Meteoro, Los Ángeles de Charlie, Hulk (que pertenece tanto al universo del cómic como al televisivo) y un largo etc, es apenas una película más perdida en el mar de adaptaciones y revivals que es hoy el cine estadounidense.
Cuando vi El Super Agente 86 no la miré comparándola todo el tiempo con la serie. En particular, me parece que esa visión reduce mucho las posibilidades de una película, porque todo termina dependiendo de que tan “fielmente” se trasladó al cine la historia original. Y es que a veces es mucho más útil pensar a las adaptaciones como un todo único, ya no dependiente de un producto de otro medio entre los que se abren veinte o por ahí treinta años de distancia (la serie de televisión es del 65). Pasa con Miami Vice, los fans recalcitrantes de la serie ven a la película como una traición a los personajes y universo del original; sin embargo, la película de Michael Mann fue uno de los mejores estrenos del 2007, en especial porque no se inscribía en la línea berreta de las adaptaciones de series exitosas de los 70 y 80. Sin embargo, y aunque no estoy del todo de acuerdo con este punto de vista, algunas de las adaptaciones más nuevas no pueden pensarse desligadas del universo original, porque apenas se corren de ese universo empiezan a tener problemas. Es lo que pasa con El Super Agente 86, que por ahí por su falta de espesor, de textura, por su debilidad narrativa e ideológica, es una película que ni bien se sale un poco de los límites de la serie, fracasa miserablemente. En este sentido, el comienzo es lo mejor de toda la película, porque hay una mirada actual (y digo actual también por el uso marcado de CGI) e inteligente de uno de los momentos más recordados de la serie, el principio. El recorrido de Maxwell Smart por el pasillo largo de puertas automáticas permite un juego muy rico con el espíritu de la serie, las posibilidades del cine hoy y el humor físico de Steve Carell. También el sonido juega un papel fundamental en esta escena: la melodía original aparece en todo su esplendor, filtrada y a la vez potenciada por el estruendo de una distorsión bastante rockera y por los sistemas de sonidos más modernos de la actualidad. El comienzo de El Super Agente 86 es redondo, cierra por todas partes, pero todo esto dura apenas un par de minutos, porque cuando el guión arranca con la historia, efectivamente, la película se desbanda en pocas escenas y se pierde en el toma y daca de “fidelidades”, de respeto y trastoque de personajes y elementos originales.
La enorme cantidad de personajes secundarios y cameos (la mayoría desaprovechados) son la mejor muestra de los problemas que tiene la película a la hora de construir gags. Una gran cantidad de chistes recaen exclusivamente sobre estos personajes porque la dupla de Carell y Anne Hathaway no alcanza para mantener el interés durante toda la historia, ni como pareja cómica ni como romántica (a diferencia de Don Adams y Barbara Feldon, que siempre sabían tensar alguna línea romántica entre ellos). Y si bien hay algunos de los gags Carell que son muy buenos (no más de diez, y casi todos estaban en los avances) el resto siempre parecen forzados y nunca salen de la referencia a la serie y del guiño fácil al espectador.
Pienso en todo lo que podría haber sido El Super Agente 86: una película que replanteara desde una mirada contemporánea el conflicto de la Guerra Fría que ya estaba parodiado en la serie (algo que sí se animó a hacer, y con bastante lucidez, Duro de Matar 4.0); un vehículo para que Carell (sin co-protagonistas ni secundarios) demuestre por qué es hoy, todavía más que Ben Stiller, Will Ferrel, Jack Black o Adam Sandler, el cómico que va a marcar los nuevos límites y alcances de la comedia norteamericana en el futuro; o un homenaje a la serie, mejor construido y más “fiel” al espíritu del original (a pesar de que esta última posibilidad me importa muy poco). La película que es El Super Agente 86 no solamente no se parece a ninguna de estas películas posibles, sino que además sufre todos los males típicos de la tendencia a la adaptación de la que hablábamos al principio, y como tal la película está formateada de acuerdo a la media industrial, o sea, que no presenta particularidades, no tiene nada que no tenga Spiderman 3, las dos últimas Los piratas del Caribe o Transformers, por nombrar alguna. El Super Agente 86, como las ya mencionadas y el resto de la misma calaña, de tan parecidas que son entre sí y de tan formateadas que están, más que películas industriales del montón, son el síntoma más fuerte de lo difícil que es hoy en día para el cine estadounidense contar una buena historia.
AVISO
Hola, cómo va. Seguramente habrán notado que hace varios días (más de diez) no actualizo el blog, algo raro si tenemos en cuenta que venía subiendo textos bastante seguido. La cuestión que es que hace algún tiempo que venimos tramando con el amigo Villarino y algunas personas más la idea de empezar un sitio de crítica de cine, que esté dedicado sobre todo a los estrenos pero que también tenga lugar para otras cosas, como discos, libros, cómic, etc. Después de varios días de pruebas y correcciones, y aunque todavía falta pulir varias cosas, ya puedo decir que el sitio está listo para ser visitado. Acá les dejo el link:
www.cinemarama.wordpress.com
Por ahora tengo pensado dedicarme de lleno a este nuevo proyecto, aunque voy a tratar de actualizar de forma esporádica Cine Mifune.
Los esperamos en el nuevo Cinemarama.
Saludos a todos.
www.cinemarama.wordpress.com
Por ahora tengo pensado dedicarme de lleno a este nuevo proyecto, aunque voy a tratar de actualizar de forma esporádica Cine Mifune.
Los esperamos en el nuevo Cinemarama.
Saludos a todos.
viernes, 27 de junio de 2008
martes, 24 de junio de 2008
La niebla (The Mist - Estados Unidos - 2007)
Dirección: Frank Darabont
Guión: Frank Darabont
Intérpretes: Thomas Jane, Marcia Gay Harden, Laurie Holden, Andre Braugher, Toby Jones, Willliam Sadler
Música: Mark Isham
Duración: 126 minutos
Ver La niebla no me dió muchas ganas de escribir. En general no me gustó demasiado, pero después de ver el tratamiento que se le brindó en varios medios gráficos y de internet, me pareció interesante intentar pensar, aunque sea muy superficialmente, el porqué de ese tratamiento. La mayoría de las críticas que pude leer (sobre todo de Clarin, La Nación y Otros Cines) se limitaron a reducir la película a un mero estudio socio-psico-antropológico o algo por el estilo (Miguel Frías habló de “geopatologías”) con mayor o menor éxito, dependiendo del crítico. Otro fue el caso de Leonardo D´Espósito, que desde su blog y con una buena crítica (aunque no comparto varias ideas) esquivó el camino más fácil trazado por los otros medios y habló un poco más de industria e ideología. Pero tampoco D´Espósito abordó la película desde la mirada que, para mi, hay que adoptar para poder leer más o menos correctamente La niebla. Y para nada quiero investirme de ninguna originalidad ni mucho menos; es más, me parece que mi propuesta es todavía más simple y salta más rápido a la vista que las otras.
Parte de que los medios, salvo excepciones, se hayan sacado de encima a la película con tanta facilidad, tiene que ver con que La niebla es una película que complica al espectador. Pareciera que Frank Darabont se dedica, autoconciencia mediante, a jugar deliberadamente con las espectativas del público, sobre todo en el manejo de algunas convenciones genéricas. Esto es algo que se pone de manifiesto de forma muy grosera en la primera escena de gore: un grupo de personajes tiene que atravesar una puerta para activar una luz de emergencia, pero para hacerlo deben salir y exponerse al peligro desconocido de la niebla. Un personaje joven dice que él lo va hacer, inmediatamente otros dos (dos protagonistas, Thomas Jane y Toby Jones) se oponen, diciendo que el peligro es demasiado, pero están los dos personajes restantes que empiezan a instar y a desafiar al chico a que salga, y el contraste entre los que quieren ayudarlo y están preocupados por lo que puede pasarle (Jane y Jones) con los que no les importa nada y solamente quieren reirse un rato y llevar la contra al resto (los otros dos) es tan grueso y tan notorio que la escena parece escrita por el peor y más torpe de los guionistas. Obviamente el chico sale y termina siendo asesinado por unos tentáculos gigantes, Jane golpea al que lo animó a hacerlo y todo queda en nada.
Esta no es la única escena en la que la película opera de forma tosca, pero sirve de ejemplo para explicar la relación que la película entabla con el género y con el público. Darabont está constantemente forzando los códigos genéricos como las situaciones tensas y los conflictos entre personajes buenos y malos, y a medida que avanza la película, el mal sabor de boca de la escena descripta arriba empieza a desaparecer y a convertirse en otra cosa. En mi caso, la película me distanció mucho y pasé gran parte del tiempo riéndome, a veces a carcajadas; supe de otras personas que, al contrario, se enojaron bastante con ese alejamiento que les generó la película. Pero, resumiendo, el tema es que La niebla genera algo, no se bien qué será, ni tengo del todo claro por qué, pero es una película incómoda, molesta, incompatible con un análisis promedio. Esa cuestión del distanciamiento va a ser todavía más evidente en dos escenas más en especial: cuando un personaje central sea baleado (prácticamente por la película, más que por otro personaje) y en el final, probablemente la gran escena cómica del año, con un plano cenital que parodia, casi explícitamente, al plano horrible de Río místico con Sean Penn gritando al cielo.
Para ir terminando, habría que ver qué se hace con esa a medias complicidad y a medias cancherismo de la película. A mi no me gusta para nada, aunque reconozco que el caradurismo de Darabont no se parece al de otros directores oxidados como Tarantino; el de Darabont es un gesto de conciencia pero nunca complaciente, más que al guiño apunta a incomodar, a desestabilizar la relación entre película y género (y público, obvio). Y por eso creo que la mayoría de críticas de La niebla erraron en su mirada justamente porque no se fijaron en esto, porque leyeron la película literalmente y no quisieron prestarle atención a su funcionamiento complicado y atípico. Y el problema es que el engranaje genérico es lo que define a La niebla, lo que la separa de muchos otros exponentes del género, ya sean mejores o peores. La niebla es una de esas películas del montón, sin demasiada importancia, pero que hay ir que ver.
Guión: Frank Darabont
Intérpretes: Thomas Jane, Marcia Gay Harden, Laurie Holden, Andre Braugher, Toby Jones, Willliam Sadler
Música: Mark Isham
Duración: 126 minutos
Ver La niebla no me dió muchas ganas de escribir. En general no me gustó demasiado, pero después de ver el tratamiento que se le brindó en varios medios gráficos y de internet, me pareció interesante intentar pensar, aunque sea muy superficialmente, el porqué de ese tratamiento. La mayoría de las críticas que pude leer (sobre todo de Clarin, La Nación y Otros Cines) se limitaron a reducir la película a un mero estudio socio-psico-antropológico o algo por el estilo (Miguel Frías habló de “geopatologías”) con mayor o menor éxito, dependiendo del crítico. Otro fue el caso de Leonardo D´Espósito, que desde su blog y con una buena crítica (aunque no comparto varias ideas) esquivó el camino más fácil trazado por los otros medios y habló un poco más de industria e ideología. Pero tampoco D´Espósito abordó la película desde la mirada que, para mi, hay que adoptar para poder leer más o menos correctamente La niebla. Y para nada quiero investirme de ninguna originalidad ni mucho menos; es más, me parece que mi propuesta es todavía más simple y salta más rápido a la vista que las otras.
Parte de que los medios, salvo excepciones, se hayan sacado de encima a la película con tanta facilidad, tiene que ver con que La niebla es una película que complica al espectador. Pareciera que Frank Darabont se dedica, autoconciencia mediante, a jugar deliberadamente con las espectativas del público, sobre todo en el manejo de algunas convenciones genéricas. Esto es algo que se pone de manifiesto de forma muy grosera en la primera escena de gore: un grupo de personajes tiene que atravesar una puerta para activar una luz de emergencia, pero para hacerlo deben salir y exponerse al peligro desconocido de la niebla. Un personaje joven dice que él lo va hacer, inmediatamente otros dos (dos protagonistas, Thomas Jane y Toby Jones) se oponen, diciendo que el peligro es demasiado, pero están los dos personajes restantes que empiezan a instar y a desafiar al chico a que salga, y el contraste entre los que quieren ayudarlo y están preocupados por lo que puede pasarle (Jane y Jones) con los que no les importa nada y solamente quieren reirse un rato y llevar la contra al resto (los otros dos) es tan grueso y tan notorio que la escena parece escrita por el peor y más torpe de los guionistas. Obviamente el chico sale y termina siendo asesinado por unos tentáculos gigantes, Jane golpea al que lo animó a hacerlo y todo queda en nada.
Esta no es la única escena en la que la película opera de forma tosca, pero sirve de ejemplo para explicar la relación que la película entabla con el género y con el público. Darabont está constantemente forzando los códigos genéricos como las situaciones tensas y los conflictos entre personajes buenos y malos, y a medida que avanza la película, el mal sabor de boca de la escena descripta arriba empieza a desaparecer y a convertirse en otra cosa. En mi caso, la película me distanció mucho y pasé gran parte del tiempo riéndome, a veces a carcajadas; supe de otras personas que, al contrario, se enojaron bastante con ese alejamiento que les generó la película. Pero, resumiendo, el tema es que La niebla genera algo, no se bien qué será, ni tengo del todo claro por qué, pero es una película incómoda, molesta, incompatible con un análisis promedio. Esa cuestión del distanciamiento va a ser todavía más evidente en dos escenas más en especial: cuando un personaje central sea baleado (prácticamente por la película, más que por otro personaje) y en el final, probablemente la gran escena cómica del año, con un plano cenital que parodia, casi explícitamente, al plano horrible de Río místico con Sean Penn gritando al cielo.
Para ir terminando, habría que ver qué se hace con esa a medias complicidad y a medias cancherismo de la película. A mi no me gusta para nada, aunque reconozco que el caradurismo de Darabont no se parece al de otros directores oxidados como Tarantino; el de Darabont es un gesto de conciencia pero nunca complaciente, más que al guiño apunta a incomodar, a desestabilizar la relación entre película y género (y público, obvio). Y por eso creo que la mayoría de críticas de La niebla erraron en su mirada justamente porque no se fijaron en esto, porque leyeron la película literalmente y no quisieron prestarle atención a su funcionamiento complicado y atípico. Y el problema es que el engranaje genérico es lo que define a La niebla, lo que la separa de muchos otros exponentes del género, ya sean mejores o peores. La niebla es una de esas películas del montón, sin demasiada importancia, pero que hay ir que ver.
jueves, 19 de junio de 2008
Aniceto (Argentina - 2008)
Dirección: Leonardo Favio
Guión: Leonardo Favio y Jorge Zuhair Jury
Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldoni
Música: Iván Wyszogrod
Duración: 84 minutos
Apuntes para una crítica. En Aniceto hay baile y música, pero Favio rompe con dos convenciones centrales del género musical y de danza: la tensión sexual no se sublima en la danza porque los personajes efectivamente tienen sexo, y las coreografías muchas veces son independientes de las canciones. O sea que Aniceto no es un musical de Favio, sino una película de Favio con música y danza.
Los estallidos de poesía típicos de Favio están un poco calculados: por momentos se ven los hilos de algunos planos, canciones y diálogos. Así y todo Favio sigue siendo el estilista más fantástico y desvergonzado del cine argentino.
Me contaron que en una entrevista Favio dijo que en ésta película quería agregar "algo de arte", incorporando un poco de pintura y ballet. No sé con qué sentido lo habrá dicho. Nota: no darle demasiada bolilla a los directores cuando hablan de sus películas.
Igual que en su obra anterior Favio sigue inyectando a sus películas de narración, de historias y personajes. Y sus personajes son vitales y apasionados y por eso viven amores imposibles y mueren trágicamente. Algunos, como Juan Moreira, no mueren, quedan suspendidos en la agonía de un último plano que nunca se consuma. Otros, como éste Aniceto, agonizan incansablemente durante planos larguísimos.
La única película que me falta ver de Favio es Romance del Aniceto y la Francisca, y por eso me abstengo de hacer comparaciones. Nota: Gatica, el “mono” es la mejor, Soñar, soñar es la que más me gusta y Juan Moreira es la más épica.
Se nota que Hernán Piquín tiene una cara que fascina a Favio; el director le dedica una gran cantidad de planos largos y se regodea en los movimientos de su cabeza, en sus miradas hacia fuera del cuadro y su gesto de arrabal.
Favio también sigue siendo el musicalizador más ecléctico y arriesgado del cine argentino. En Aniceto se escuchan los acordes magníficamente estridentes de Iván Wyszogrod con ecos bastante gatiquianos al lado de dos canciones tocadas por los Wawancó y de Canaro en París. Nota: La burrita tiene la letra más obscenamente pegadiza de la historia de la música.
Favio podrá no ser ya un provocador como antes, pero al menos es uno de los pocos directores argentinos que no sólo se aleja del naturalismo, sino que constantemente trata de extrañar el mundo con su cine. A través de bailes y canciones, diálogos, planos y encuadres, la mirada de Favio sigue filtrando un mundo intoxicado y enrarecido como lo hacen otros directores desquiciados y febriles de la talla de Mel Gibson o Coppola.
Tengo que ir a ver Aniceto de nuevo y escribir una crítica como la gente. Nota: y usar menos adjetivos.
Guión: Leonardo Favio y Jorge Zuhair Jury
Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldoni
Música: Iván Wyszogrod
Duración: 84 minutos
Apuntes para una crítica. En Aniceto hay baile y música, pero Favio rompe con dos convenciones centrales del género musical y de danza: la tensión sexual no se sublima en la danza porque los personajes efectivamente tienen sexo, y las coreografías muchas veces son independientes de las canciones. O sea que Aniceto no es un musical de Favio, sino una película de Favio con música y danza.
Los estallidos de poesía típicos de Favio están un poco calculados: por momentos se ven los hilos de algunos planos, canciones y diálogos. Así y todo Favio sigue siendo el estilista más fantástico y desvergonzado del cine argentino.
Me contaron que en una entrevista Favio dijo que en ésta película quería agregar "algo de arte", incorporando un poco de pintura y ballet. No sé con qué sentido lo habrá dicho. Nota: no darle demasiada bolilla a los directores cuando hablan de sus películas.
Igual que en su obra anterior Favio sigue inyectando a sus películas de narración, de historias y personajes. Y sus personajes son vitales y apasionados y por eso viven amores imposibles y mueren trágicamente. Algunos, como Juan Moreira, no mueren, quedan suspendidos en la agonía de un último plano que nunca se consuma. Otros, como éste Aniceto, agonizan incansablemente durante planos larguísimos.
La única película que me falta ver de Favio es Romance del Aniceto y la Francisca, y por eso me abstengo de hacer comparaciones. Nota: Gatica, el “mono” es la mejor, Soñar, soñar es la que más me gusta y Juan Moreira es la más épica.
Se nota que Hernán Piquín tiene una cara que fascina a Favio; el director le dedica una gran cantidad de planos largos y se regodea en los movimientos de su cabeza, en sus miradas hacia fuera del cuadro y su gesto de arrabal.
Favio también sigue siendo el musicalizador más ecléctico y arriesgado del cine argentino. En Aniceto se escuchan los acordes magníficamente estridentes de Iván Wyszogrod con ecos bastante gatiquianos al lado de dos canciones tocadas por los Wawancó y de Canaro en París. Nota: La burrita tiene la letra más obscenamente pegadiza de la historia de la música.
Favio podrá no ser ya un provocador como antes, pero al menos es uno de los pocos directores argentinos que no sólo se aleja del naturalismo, sino que constantemente trata de extrañar el mundo con su cine. A través de bailes y canciones, diálogos, planos y encuadres, la mirada de Favio sigue filtrando un mundo intoxicado y enrarecido como lo hacen otros directores desquiciados y febriles de la talla de Mel Gibson o Coppola.
Tengo que ir a ver Aniceto de nuevo y escribir una crítica como la gente. Nota: y usar menos adjetivos.
viernes, 13 de junio de 2008
Leonera (Argentina, Corea, Brasil - 2008)
Dirección: Pablo Trapero
Guión: Pablo Trapero, Martín Mauregui, Alejandro Fadel, Santiago Trapero
Intérpretes: Martina Gusman, Elli Medeiros, Laura García, Rodrigo Santoro, Tomás Plotinsky
Duración: 112 minutos
Las películas de Pablo Trapero tienen una fuerza visual nunca antes vista en el cine argentino (ni después tampoco). No se trata de la tensión y la adrenalina propia de los géneros que registran, por ejemplo, directores como Fabián Bielinsky, Damián Szifron o Juan Taratuto. La fuerza del cine de Trapero tampoco se parece a la libertad rústica y casi en estado salvaje de cineastas como Lisandro Alonso o Raúl Perrone (por nombrar dos casos bien disímiles). Más bien, la potencia de sus películas (Leonera es un caso ejemplar) reside en el aprovechamiento de los recursos del cine unido a una cierta visceralidad a la hora de contar historias. Pensemos en Leonera; la película está plagada de momentos visuales fortísimos, pero son en especial tres los momentos en los que Trapero deslumbra: el primer plano de la película (que también es un primer plano de Martina Gusman) cuando Julia se despierta, y al mover lánguidamente la cabeza, se descubre una mancha de sangre en el colchón. El segundo momento es cuando Julia vuelve a su casa, ve los cuerpos y llama por teléfono para pedir ayuda. Mientras se escucha la voz agitada y entrecortada de Martina Gusman, Trapero descerraja un travelling muy suave a la altura del piso en el que van asomando, muy lentamente, los cuerpos desnudos y acuchillados que vio Julia. Tanto este plano como el primero no sólo hacen un uso certero de dos recursos puramente cinematográficos (el primer plano y el travelling) sino que también tienen una carga poética enorme; los dos planos esconden cuidadosamente algo de horror, de muerte, para después develarlo con una gran delicadeza. El tercer momento es el último plano de la película; un plano largo, también llevado a cabo con mucha suavidad, pero que va a operar de forma contraria: esta vez la puesta en escena se va a encargar de esconder a los personajes, casi disolviéndolos y esfumándolos en los límites del cuadro y del fuera de campo. Los tres planos son de una belleza increíble, a la vez que tienen una potencia visual poderosísima, y dudo que haya otros momentos como estos en lo que resta del año para el cine argentino.
No es casual que esta crítica empiece hablando de planos. Cuando pienso en las películas de Trapero (sobre todo en El bonaerense) siempre me pasa lo mismo; más que personajes, acciones o escenas, se me vienen a la mente imágenes, planos sueltos que resumen en sí mismos escenas enteras. Es que el cine de Trapero tiene un carácter fragmentario muy fuerte: sus películas siempre son retazos, pedazos de historias y de mundos. Esta es la relación que mantiene Trapero con la modernidad: sus historias son lineales, pero rara vez hay una cronología detallada de un conflicto o de una acción, hecho que desarma cualquier posible intento de narración clásica. Podría pensarse a sus películas como diarios con anotaciones a veces apretujadas que terminan por otorgar tanta importancia a lo que se cuenta como a las elipsis. De ahí el peso de los planos: al no haber un hilo narrativo consistente en términos clásicos, las películas acaban por ser, más que una historia contada (y cortada) en planos, planos que permiten reconstruir partes de una historia. Y de ahí la fuerza de los planos, porque los momentos de las historias que Trapero elige para narrar son siempre fundamentales, centrales, y tienen un aire de vitalidad y de intensidad notables. Y esto último tiene poco que ver con la modernidad, que ya se sabe, en su afán rupturista muchas veces reniega del nervio cinematográfico por considerarlo un elemento clásico o narrativo. O sea que Trapero no se casa con ningún modelo, toma de cada uno lo que más le conviene: de la modernidad la dispersión del relato, y del clasicismo las historias y la tensión. Si en la actualidad las fronteras del cine son cada vez más difusas, ya se hable de ficción y documental o de modernidad y clasicismo, el cine de Pablo Trapero es un híbrido perfecto que da cuenta no sólo de la complejidad del panorama cinematográfico, sino también de las posibilidad que tiene el cine cuando no se encorseta bajo ningún modelo estético tradicional.
Guión: Pablo Trapero, Martín Mauregui, Alejandro Fadel, Santiago Trapero
Intérpretes: Martina Gusman, Elli Medeiros, Laura García, Rodrigo Santoro, Tomás Plotinsky
Duración: 112 minutos
Las películas de Pablo Trapero tienen una fuerza visual nunca antes vista en el cine argentino (ni después tampoco). No se trata de la tensión y la adrenalina propia de los géneros que registran, por ejemplo, directores como Fabián Bielinsky, Damián Szifron o Juan Taratuto. La fuerza del cine de Trapero tampoco se parece a la libertad rústica y casi en estado salvaje de cineastas como Lisandro Alonso o Raúl Perrone (por nombrar dos casos bien disímiles). Más bien, la potencia de sus películas (Leonera es un caso ejemplar) reside en el aprovechamiento de los recursos del cine unido a una cierta visceralidad a la hora de contar historias. Pensemos en Leonera; la película está plagada de momentos visuales fortísimos, pero son en especial tres los momentos en los que Trapero deslumbra: el primer plano de la película (que también es un primer plano de Martina Gusman) cuando Julia se despierta, y al mover lánguidamente la cabeza, se descubre una mancha de sangre en el colchón. El segundo momento es cuando Julia vuelve a su casa, ve los cuerpos y llama por teléfono para pedir ayuda. Mientras se escucha la voz agitada y entrecortada de Martina Gusman, Trapero descerraja un travelling muy suave a la altura del piso en el que van asomando, muy lentamente, los cuerpos desnudos y acuchillados que vio Julia. Tanto este plano como el primero no sólo hacen un uso certero de dos recursos puramente cinematográficos (el primer plano y el travelling) sino que también tienen una carga poética enorme; los dos planos esconden cuidadosamente algo de horror, de muerte, para después develarlo con una gran delicadeza. El tercer momento es el último plano de la película; un plano largo, también llevado a cabo con mucha suavidad, pero que va a operar de forma contraria: esta vez la puesta en escena se va a encargar de esconder a los personajes, casi disolviéndolos y esfumándolos en los límites del cuadro y del fuera de campo. Los tres planos son de una belleza increíble, a la vez que tienen una potencia visual poderosísima, y dudo que haya otros momentos como estos en lo que resta del año para el cine argentino.
No es casual que esta crítica empiece hablando de planos. Cuando pienso en las películas de Trapero (sobre todo en El bonaerense) siempre me pasa lo mismo; más que personajes, acciones o escenas, se me vienen a la mente imágenes, planos sueltos que resumen en sí mismos escenas enteras. Es que el cine de Trapero tiene un carácter fragmentario muy fuerte: sus películas siempre son retazos, pedazos de historias y de mundos. Esta es la relación que mantiene Trapero con la modernidad: sus historias son lineales, pero rara vez hay una cronología detallada de un conflicto o de una acción, hecho que desarma cualquier posible intento de narración clásica. Podría pensarse a sus películas como diarios con anotaciones a veces apretujadas que terminan por otorgar tanta importancia a lo que se cuenta como a las elipsis. De ahí el peso de los planos: al no haber un hilo narrativo consistente en términos clásicos, las películas acaban por ser, más que una historia contada (y cortada) en planos, planos que permiten reconstruir partes de una historia. Y de ahí la fuerza de los planos, porque los momentos de las historias que Trapero elige para narrar son siempre fundamentales, centrales, y tienen un aire de vitalidad y de intensidad notables. Y esto último tiene poco que ver con la modernidad, que ya se sabe, en su afán rupturista muchas veces reniega del nervio cinematográfico por considerarlo un elemento clásico o narrativo. O sea que Trapero no se casa con ningún modelo, toma de cada uno lo que más le conviene: de la modernidad la dispersión del relato, y del clasicismo las historias y la tensión. Si en la actualidad las fronteras del cine son cada vez más difusas, ya se hable de ficción y documental o de modernidad y clasicismo, el cine de Pablo Trapero es un híbrido perfecto que da cuenta no sólo de la complejidad del panorama cinematográfico, sino también de las posibilidad que tiene el cine cuando no se encorseta bajo ningún modelo estético tradicional.
miércoles, 11 de junio de 2008
El sueño de Cassandra (Cassandra's Dream - Estados Unidos, Inglaterra - 2007)
La tercera y última parte de la títanica crítica sobre El sueño de Cassandra, la última película de Woody Allen, en la que el autor diserta sobre"lo inglés" (aunque ni él sabe bien a qué se refiere), la interpretación, un plano final, las maneras de hablar, Stephen King y el sentido de la crítica.
Tercera parte. Britanismo impúdico. Históricamente hay una tendencia un poco fácil a ensalzar un conjunto de rasgos y comportamientos artísticos, éticos y culturales y apretujarlos todos en la categoría nada clara de “lo inglés”. Bastante más difícil de explicar de lo que parece, “lo inglés” es aparentemente (y digo aparentemente porque no adscribo para nada a esta idea, aunque voy a tratar de explicarla mínimamente) una sensibilidad relacionada con ideas también muy difusas como, por ejemplo, sofisticación, elegancia, clase (que se usa por lo menos en más de un sentido) etc. No se cuando habrá surgido esta idea de lo inglés en lo referente al cine, pero hay algo seguro: que no se parece en nada al concepto general que se tiene del cine americano, que por lo general cae bajo las acusaciones (también, extremadamente difusas y las cuales no comparto para nada) de, por citar algunos ejemplos; pochoclero, superficial, de vaciado de contenido y de historias, de agente colonizador, de falsedad, etc. Como se puede ver, lo inglés en general no se parece en nada a “lo americano” (o, mejor todavía, “lo yanqui”). No hay quien no haya escuchado o leído comentarios como éstos en relación a películas inglesas o americanas, y seguro que estas ideas pueden rastrearse en el público sin problemas, pero para poder asegurar esto habría que hacer alguna clase de encuesta o investigación para no caer en afirmaciones erróneas; por eso, voy a tratar de limitarme solamente a la crítica de cine. Pienso en la condena que sufrieron películas recientes como 300 o Transformers; detrás de todos los argumentos estaba esa idea ramplona de que, como se trataba de películas americanas industriales y de gran espectáculo, no podía esperarse mucho (hasta Sergio Wolf cayó bajo esta tendencia cuando criticó que el personaje de Optimus Prime tenía los colores de la bandera estadounidense, en un gesto de paranoia imperialista muy poco afín a un crítico de su talla) y había que pegarles duro (y a Transformers sí había pegarle y muy duro, aunque no por esos motivos). Y frente a esto, me asombra que una película mediocre como Muerte en un funeral tenga una acogida crítica muy favorable. Claro, la operación de los críticos en este caso es similar al anterior aunque al revés: la película está bien porque supuestamente responde una tradición cinematográfica valiosa, que es la comedia inglesa. De nuevo, acá entran a jugar generalizaciones para nada definidas que se notan claramente endebles (acá pueden leer la crítica de Fernando López sobre la película).
Toda esta perorata sobre lo inglés viene a cuento de Woody Allen y sus últimas tres películas, que parecen ser fieles exponentes de ese a medias subgénero de películas “británicas”. Ya hablamos de dos elementos que en el viejo cine de Allen eran fundamentales, el jazz y la urbanidad neoyorquina, que las últimas películas trocan por la ópera y las mansiones y barrios de clase alta ingleses. Falta todavía otra cosa, algo que era capital en las antiguas películas del norteamericano: la forma de hablar. Los personajes de Allen (y no sólo los interpretados por él) siempre fueron dueños de acentos, tonos, muletillas y una enorme cantidad de rasgos lingüísticos que los definían y los terminaban de integrar al mundo urbano. Eran personajes particulares, únicos, que no estaban formateados por alguna convención barata como la de “lo inglés”, personajes que podían no ser reales o verosímiles, pero que sí eran irrepetibles fueran del universo Allen (así como lo eran su mirada de Manhattan y Nueva York o sus bandas de sonido). Y más allá de algunos altibajos de los 90 y principios del milenio, sus películas conservaban todavía algo de esa personalidad única del director. En cambio, todo eso se va al diablo cuando sus películas pasan a formar parte de esa categoría ya casi extraterritorial, perteneciente a ningún lugar específico, de la sofisticación británica (porque cualquiera se va a Inglaterra y filma una película así; las películas con tono “inglés” son casi como las películas sudacas de denuncia social, un género también de cierto prestigio en Europa y Estados Unidos, como Amores perros o las películas de Sorín, que terminan no diciendo nada en concreto sobre los países de origen a no ser un conjunto de lugares comunes de conocimiento popular). Esto es lo que hay que subrayar, que un director exitoso, con una larga lista de películas de peso para la historia del cine, decidió dejar de arriesgarse, de contar historias que tuvieran alguna relación con el mundo, y se fue a filmar peliculitas lujosas y recargadas dejando detrás una carrera muy valiosa. Lo peor es que a sus últimas películas (sobre todo a Match Point) parece haberles ido bastante mejor que a otras películas recientes bastante buenas como La maldición del escorpión de Jade; en ese sentido, la jugada de Allen no fue inocente, porque supo y sabe todavía qué darle al público para que sus películas continúen siendo vistas y discutidas.
Y para ir terminando, quiero volver al comienzo del texto y retomar el final de la película. ¿Se acuerdan del anillo de Match Point, y del revuelo que hizo El Amante con eso? Lo que decían en la revista era, básicamente, que Allen ponía dos escenas calcadas con una pelota de tenis y un anillo de casamiento, y que el director buscaba que el espectador conectara estos dos momentos (muy gruesos, donde todo está a la vista) y que tuviera ideas en común en relación al azar, el deporte, la boda de los personajes etc. En pocas palabras, que Allen estaba buscando que el espectador interpretara, como un mecanismo para halagar al público y hacerle sentir que realmente había descubierto algo en la película, cuando todo estaba en la superficie. En general estoy de acuerdo con esta idea, que las películas que proponen “interpretaciones” y segundos sentidos son un poco desagradables (es lo que no me gusta de Kubrick) y en eso la sigo a Sontag, pero en el caso puntual de Match Point tengo un problema: creo que las dos escenas son tan evidentes, que están tan en la superficie de la película, que la interpretación queda anulada, porque todo ya está, efectivamente, conectado. Seguramente es algo para discutir: la sobreexplicación y el trazo grueso, ¿no terminan con la posibilidad de interpretar? Es algo que siempre me gustó, por ejemplo y saliendo del cine, de las novelas de Stephen King: de Carrie, Cementerio de animales, pero sobre todo de Misery, donde todo el tiempo King mantiene en la superficie las ideas y posibles interpretaciones (poco después de ser atrapado y obligado a escribir amenazado de muerte, el personaje de Paul Sheldon dice “yo era como Scherezade”). Sin embargo, en El sueño... Allen sí inserta un momento muy cargado de sentido, de esos que es imposible no empezar a buscarle un significado más allá de la imagen; es el último plano de la película. La forma de contrapesar este exceso de significado es hacer que el plano sea rápido, casi fugaz, lo suficiente como para “dejar pensando” todavía más al espectador, ya no sólo sobre el sentido de ese plano, sino también sobre su fugacidad. Y que todos salgan contentos del cine satisfechos de haber pensado mucho en ese final, y quizás hasta de haber pergeñado ideas sobre los grandes temas que la película propone, todo en ese plano final.
A pesar de las diferencias internas que pueda haber entre Match Point, Scoop y El sueño de Cassandra, se trata de un conjunto de películas que son coherentes como grupo, tanto moral como estéticamente, y que dan cuenta no sólo del momento terminal de un director que supo ser clave en el cine americano durante casi veinte años, sino también de un momento complicado de la taquilla: estas películas (alguna más que otra) cosechan éxitos y amores en gran parte del público y la crítica, cosa que no sólo me lleva a desconfiar de ambos sino también a preguntarme por el sentido de la crítica en el panorama actual.
Tercera parte. Britanismo impúdico. Históricamente hay una tendencia un poco fácil a ensalzar un conjunto de rasgos y comportamientos artísticos, éticos y culturales y apretujarlos todos en la categoría nada clara de “lo inglés”. Bastante más difícil de explicar de lo que parece, “lo inglés” es aparentemente (y digo aparentemente porque no adscribo para nada a esta idea, aunque voy a tratar de explicarla mínimamente) una sensibilidad relacionada con ideas también muy difusas como, por ejemplo, sofisticación, elegancia, clase (que se usa por lo menos en más de un sentido) etc. No se cuando habrá surgido esta idea de lo inglés en lo referente al cine, pero hay algo seguro: que no se parece en nada al concepto general que se tiene del cine americano, que por lo general cae bajo las acusaciones (también, extremadamente difusas y las cuales no comparto para nada) de, por citar algunos ejemplos; pochoclero, superficial, de vaciado de contenido y de historias, de agente colonizador, de falsedad, etc. Como se puede ver, lo inglés en general no se parece en nada a “lo americano” (o, mejor todavía, “lo yanqui”). No hay quien no haya escuchado o leído comentarios como éstos en relación a películas inglesas o americanas, y seguro que estas ideas pueden rastrearse en el público sin problemas, pero para poder asegurar esto habría que hacer alguna clase de encuesta o investigación para no caer en afirmaciones erróneas; por eso, voy a tratar de limitarme solamente a la crítica de cine. Pienso en la condena que sufrieron películas recientes como 300 o Transformers; detrás de todos los argumentos estaba esa idea ramplona de que, como se trataba de películas americanas industriales y de gran espectáculo, no podía esperarse mucho (hasta Sergio Wolf cayó bajo esta tendencia cuando criticó que el personaje de Optimus Prime tenía los colores de la bandera estadounidense, en un gesto de paranoia imperialista muy poco afín a un crítico de su talla) y había que pegarles duro (y a Transformers sí había pegarle y muy duro, aunque no por esos motivos). Y frente a esto, me asombra que una película mediocre como Muerte en un funeral tenga una acogida crítica muy favorable. Claro, la operación de los críticos en este caso es similar al anterior aunque al revés: la película está bien porque supuestamente responde una tradición cinematográfica valiosa, que es la comedia inglesa. De nuevo, acá entran a jugar generalizaciones para nada definidas que se notan claramente endebles (acá pueden leer la crítica de Fernando López sobre la película).
Toda esta perorata sobre lo inglés viene a cuento de Woody Allen y sus últimas tres películas, que parecen ser fieles exponentes de ese a medias subgénero de películas “británicas”. Ya hablamos de dos elementos que en el viejo cine de Allen eran fundamentales, el jazz y la urbanidad neoyorquina, que las últimas películas trocan por la ópera y las mansiones y barrios de clase alta ingleses. Falta todavía otra cosa, algo que era capital en las antiguas películas del norteamericano: la forma de hablar. Los personajes de Allen (y no sólo los interpretados por él) siempre fueron dueños de acentos, tonos, muletillas y una enorme cantidad de rasgos lingüísticos que los definían y los terminaban de integrar al mundo urbano. Eran personajes particulares, únicos, que no estaban formateados por alguna convención barata como la de “lo inglés”, personajes que podían no ser reales o verosímiles, pero que sí eran irrepetibles fueran del universo Allen (así como lo eran su mirada de Manhattan y Nueva York o sus bandas de sonido). Y más allá de algunos altibajos de los 90 y principios del milenio, sus películas conservaban todavía algo de esa personalidad única del director. En cambio, todo eso se va al diablo cuando sus películas pasan a formar parte de esa categoría ya casi extraterritorial, perteneciente a ningún lugar específico, de la sofisticación británica (porque cualquiera se va a Inglaterra y filma una película así; las películas con tono “inglés” son casi como las películas sudacas de denuncia social, un género también de cierto prestigio en Europa y Estados Unidos, como Amores perros o las películas de Sorín, que terminan no diciendo nada en concreto sobre los países de origen a no ser un conjunto de lugares comunes de conocimiento popular). Esto es lo que hay que subrayar, que un director exitoso, con una larga lista de películas de peso para la historia del cine, decidió dejar de arriesgarse, de contar historias que tuvieran alguna relación con el mundo, y se fue a filmar peliculitas lujosas y recargadas dejando detrás una carrera muy valiosa. Lo peor es que a sus últimas películas (sobre todo a Match Point) parece haberles ido bastante mejor que a otras películas recientes bastante buenas como La maldición del escorpión de Jade; en ese sentido, la jugada de Allen no fue inocente, porque supo y sabe todavía qué darle al público para que sus películas continúen siendo vistas y discutidas.
Y para ir terminando, quiero volver al comienzo del texto y retomar el final de la película. ¿Se acuerdan del anillo de Match Point, y del revuelo que hizo El Amante con eso? Lo que decían en la revista era, básicamente, que Allen ponía dos escenas calcadas con una pelota de tenis y un anillo de casamiento, y que el director buscaba que el espectador conectara estos dos momentos (muy gruesos, donde todo está a la vista) y que tuviera ideas en común en relación al azar, el deporte, la boda de los personajes etc. En pocas palabras, que Allen estaba buscando que el espectador interpretara, como un mecanismo para halagar al público y hacerle sentir que realmente había descubierto algo en la película, cuando todo estaba en la superficie. En general estoy de acuerdo con esta idea, que las películas que proponen “interpretaciones” y segundos sentidos son un poco desagradables (es lo que no me gusta de Kubrick) y en eso la sigo a Sontag, pero en el caso puntual de Match Point tengo un problema: creo que las dos escenas son tan evidentes, que están tan en la superficie de la película, que la interpretación queda anulada, porque todo ya está, efectivamente, conectado. Seguramente es algo para discutir: la sobreexplicación y el trazo grueso, ¿no terminan con la posibilidad de interpretar? Es algo que siempre me gustó, por ejemplo y saliendo del cine, de las novelas de Stephen King: de Carrie, Cementerio de animales, pero sobre todo de Misery, donde todo el tiempo King mantiene en la superficie las ideas y posibles interpretaciones (poco después de ser atrapado y obligado a escribir amenazado de muerte, el personaje de Paul Sheldon dice “yo era como Scherezade”). Sin embargo, en El sueño... Allen sí inserta un momento muy cargado de sentido, de esos que es imposible no empezar a buscarle un significado más allá de la imagen; es el último plano de la película. La forma de contrapesar este exceso de significado es hacer que el plano sea rápido, casi fugaz, lo suficiente como para “dejar pensando” todavía más al espectador, ya no sólo sobre el sentido de ese plano, sino también sobre su fugacidad. Y que todos salgan contentos del cine satisfechos de haber pensado mucho en ese final, y quizás hasta de haber pergeñado ideas sobre los grandes temas que la película propone, todo en ese plano final.
A pesar de las diferencias internas que pueda haber entre Match Point, Scoop y El sueño de Cassandra, se trata de un conjunto de películas que son coherentes como grupo, tanto moral como estéticamente, y que dan cuenta no sólo del momento terminal de un director que supo ser clave en el cine americano durante casi veinte años, sino también de un momento complicado de la taquilla: estas películas (alguna más que otra) cosechan éxitos y amores en gran parte del público y la crítica, cosa que no sólo me lleva a desconfiar de ambos sino también a preguntarme por el sentido de la crítica en el panorama actual.
martes, 10 de junio de 2008
El sueño de Cassandra (Cassandra's Dream - Estados Unidos, Inglaterra - 2007)
La segunda entrega de la crítica-serial que tiene en vilo a toda la comunidad cinematográfica, en donde el redactor se despacha con otra analogía musical (esta vez le toca a la ópera) y trata sobre el final de hacer una suerte de análisis cinematográfico-geográfico con resultados poco convincentes.
Segunda parte. Del cine operístico. La respuesta es evidente: estas tres películas son (o intentan ser, o se las dan de) óperas. ¿Por qué óperas? Porque ponen en escena temas truculentos a la vez que trascendentes, porque tienen un tono trágico muy marcado, porque siempre hay un dilema moral fortísimo que atraviesa a la película y que define a los personajes, porque todo el tiempo se escuchan óperas (o músicas que remiten a la ópera, como es el caso de la banda de sonido de El sueño... compuesta por Philip Glass) y se refiere de una u otra forma a la ópera (en Match Point constantemente, en El sueño... se habla de Medea). A golpe de vista éstas películas tienen varios elementos que parecieran darles, efectivamente, algún grado de contenido y forma “operísticos”. ¿Pero alcanza con esto para hablar de cine verdaderamente operístico? Trato de pensar en algún director cuyo cine que tenga alguna clase de relación con la ópera y el primero que se me viene a la mente es Visconti (sí, ya se, no estuve muy original). También podría agregar a Griffith por cierto exceso y ampulosidad de su cine, sobre todo en la puesta en escena; pero mejor sigamos con Visconti. El cine del italiano reúne los ingredientes operísticos presente en las tres películas de Allen, pero además agrega algo muy importante: que en sus películas la forma remite también a lo operístico, o sea, que los planos, los movimientos de cámara y de los personajes, tienden también al exceso y la exageración propios de la ópera. El ejemplo más acabado seguro es Senso, pero también La caída de los dioses, El inocente o El gatopardo, por nombrar algunas, pueden incluirse en la lista de películas operísticas de Visconti. Esto lo separa de manera radical del último cine de Allen, donde la forma es fría y apagada. Pienso en otros ejemplos menos representativos que Visconti en cuanto a un tono operístico: el final de Fuego contra fuego, gran parte de Kung-Fu Hustle de Stephen Chow (también de Shaolin Soccer), las tres películas de El padrino (y si nos ponemos coppolianos, también podríamos incluir Golpe al corazón, The Outsiders, el último plano de La conversación y muchas otras) etc. En fin, hablamos de películas vivas, sanguíneas, que miran al mundo con asombro, como si todavía fuera posible jugar con las historias y con la forma del cine. Las últimas de Allen, en cambio, ya no juegan; porque el director dejó de ver al cine como un juego hace mucho tiempo y prefirió enclaustrarse en un modelo de cine más serio y prestigioso, por eso en Match Point la ópera no es algo divertido o entretenido, sino más bien un punto de reunión, un lugar respetable donde se aglomera la gente adinerada. Por eso, y para ir resumiendo la idea, estas últimas tres películas, a pesar de la presencia de temas y personajes afines, tienen, en esencia, muy poco de opera.
Pero el jazz no es lo único que se extraña de la obra de Allen en sus últimas tres películas. Otro elemento fundamental de su cine (sobre todo el del período que comprende sus primeras comedias de los 70 y las primeras películas de los 90) era el lugar de pertenencia de los personajes: el cambio de la urbanidad neoyorquina, con todas las manías y tics que producían en personajes que parecían estar incrustados en ese paisaje. Ahora bien, el cambio de ese ambiente por el lujo y el derroche de las mansiones y los barrios acomodados ingleses, parece no sentarle nada bien a su cine. Sobre todo porque no es un cambio natural: Allen no se comporta como, por poner un ejemplo, Rossellini, cuando de Italia pasa a Alemania y de allí a la India. Al contrario, en el cine de Allen el cambio de lugar no implica ninguna búsqueda estética o moral sino, bien al revés, un viraje a lo seguro: a un tono y a unas historias supuestamente sofisticados que se los nota tan artificiales que es muy difícil creer que Allen está, en serio, buscando algo en sus películas. Si Rossellini viaja y se mueve, Allen se queda completamente quieto, como anclado en una comodidad berreta y por demás cuestionable. En este sentido, los dos personajes de El sueño... (Ewan McGregor y Colin Farrel) parecen por momentos recuperar algo mínimo, apenas una chispa, de la forma de ser de los personajes urbanos de películas pasadas. Especialmente en Farrel, que está superado por todas sus adicciones, pareciera haber algo de esos otros personajes cargados de manías y psicosis urbanas; de todas maneras, esto es apenas un atisbo y no llega a desplegarse en la película.
En la tercera y última parte, el redactor promete hablar de "lo inglés", los finales de las películas (de nuevo) y la interpretación. Y, más importante todavía, asegura que va a dar por terminada esta trilogía, que nada tiene que envidiarle (dice él) a las de Lucas, Coppola o Peter Jackson.
Segunda parte. Del cine operístico. La respuesta es evidente: estas tres películas son (o intentan ser, o se las dan de) óperas. ¿Por qué óperas? Porque ponen en escena temas truculentos a la vez que trascendentes, porque tienen un tono trágico muy marcado, porque siempre hay un dilema moral fortísimo que atraviesa a la película y que define a los personajes, porque todo el tiempo se escuchan óperas (o músicas que remiten a la ópera, como es el caso de la banda de sonido de El sueño... compuesta por Philip Glass) y se refiere de una u otra forma a la ópera (en Match Point constantemente, en El sueño... se habla de Medea). A golpe de vista éstas películas tienen varios elementos que parecieran darles, efectivamente, algún grado de contenido y forma “operísticos”. ¿Pero alcanza con esto para hablar de cine verdaderamente operístico? Trato de pensar en algún director cuyo cine que tenga alguna clase de relación con la ópera y el primero que se me viene a la mente es Visconti (sí, ya se, no estuve muy original). También podría agregar a Griffith por cierto exceso y ampulosidad de su cine, sobre todo en la puesta en escena; pero mejor sigamos con Visconti. El cine del italiano reúne los ingredientes operísticos presente en las tres películas de Allen, pero además agrega algo muy importante: que en sus películas la forma remite también a lo operístico, o sea, que los planos, los movimientos de cámara y de los personajes, tienden también al exceso y la exageración propios de la ópera. El ejemplo más acabado seguro es Senso, pero también La caída de los dioses, El inocente o El gatopardo, por nombrar algunas, pueden incluirse en la lista de películas operísticas de Visconti. Esto lo separa de manera radical del último cine de Allen, donde la forma es fría y apagada. Pienso en otros ejemplos menos representativos que Visconti en cuanto a un tono operístico: el final de Fuego contra fuego, gran parte de Kung-Fu Hustle de Stephen Chow (también de Shaolin Soccer), las tres películas de El padrino (y si nos ponemos coppolianos, también podríamos incluir Golpe al corazón, The Outsiders, el último plano de La conversación y muchas otras) etc. En fin, hablamos de películas vivas, sanguíneas, que miran al mundo con asombro, como si todavía fuera posible jugar con las historias y con la forma del cine. Las últimas de Allen, en cambio, ya no juegan; porque el director dejó de ver al cine como un juego hace mucho tiempo y prefirió enclaustrarse en un modelo de cine más serio y prestigioso, por eso en Match Point la ópera no es algo divertido o entretenido, sino más bien un punto de reunión, un lugar respetable donde se aglomera la gente adinerada. Por eso, y para ir resumiendo la idea, estas últimas tres películas, a pesar de la presencia de temas y personajes afines, tienen, en esencia, muy poco de opera.
Pero el jazz no es lo único que se extraña de la obra de Allen en sus últimas tres películas. Otro elemento fundamental de su cine (sobre todo el del período que comprende sus primeras comedias de los 70 y las primeras películas de los 90) era el lugar de pertenencia de los personajes: el cambio de la urbanidad neoyorquina, con todas las manías y tics que producían en personajes que parecían estar incrustados en ese paisaje. Ahora bien, el cambio de ese ambiente por el lujo y el derroche de las mansiones y los barrios acomodados ingleses, parece no sentarle nada bien a su cine. Sobre todo porque no es un cambio natural: Allen no se comporta como, por poner un ejemplo, Rossellini, cuando de Italia pasa a Alemania y de allí a la India. Al contrario, en el cine de Allen el cambio de lugar no implica ninguna búsqueda estética o moral sino, bien al revés, un viraje a lo seguro: a un tono y a unas historias supuestamente sofisticados que se los nota tan artificiales que es muy difícil creer que Allen está, en serio, buscando algo en sus películas. Si Rossellini viaja y se mueve, Allen se queda completamente quieto, como anclado en una comodidad berreta y por demás cuestionable. En este sentido, los dos personajes de El sueño... (Ewan McGregor y Colin Farrel) parecen por momentos recuperar algo mínimo, apenas una chispa, de la forma de ser de los personajes urbanos de películas pasadas. Especialmente en Farrel, que está superado por todas sus adicciones, pareciera haber algo de esos otros personajes cargados de manías y psicosis urbanas; de todas maneras, esto es apenas un atisbo y no llega a desplegarse en la película.
En la tercera y última parte, el redactor promete hablar de "lo inglés", los finales de las películas (de nuevo) y la interpretación. Y, más importante todavía, asegura que va a dar por terminada esta trilogía, que nada tiene que envidiarle (dice él) a las de Lucas, Coppola o Peter Jackson.
jueves, 5 de junio de 2008
El sueño de Cassandra (Cassandra's Dream - Estados Unidos, Inglaterra - 2007)
Resulta que cuando empecé a escribir la crítica sobre El sueño de Cassandra me di cuenta de que tenía muchas ganas de hablar de las dos películas anteriores de Woody Allen, tanto o más que de la última. Una cosa llevó a la otra y para cuando tomé conciencia ya llevaba unos quince mil carácteres escritos. Así que en lugar de recortar groseramente el texto decidí subirlo en tres partes, así no parece tan largo ni tan aburrido de leer. Aunque las apariencias engañan.
Dirección: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Intérpretes: Evan McGregor, Collin Farell, Tom Wilkinson, Peter-Hugo Daly, John Belfield, Clare Higgins, Ashley Madekwe
Música: Philip Glass
Duración: 108 minutos
Primera parte. All that jazz. Me gustan las películas que terminan justo donde tienen que hacerlo, que no se explayan en todo lo que les pasa a los personajes, que dejan algo abierto, que dejan tensado un conflicto sin cerrarlo del todo. Miami Vice termina bien: sabemos qué les pasa a los personajes de Colin Farrel y Gong Li, pero no a los de Jamie Foxx y su pareja, que está internada y muy lastimada (Mann deja ver un gesto, un movimiento de sus dedos, pero eso no quiere decir mucho). También muchas películas del clasicismo estadounidense terminan así: ni bien un conflicto se resuelve, el “the end” aparece sobre la imagen negando cualquier posible epílogo o sobreexplicación por parte del guión. Y las películas de Rejtman también, claro. Aunque no se trata de elogiar porque sí un final rápido, pero sí decir que varias películas pierden mucho interés cuando presentan un final muy largo o explicativo: del primer caso tenemos como ejemplo la tercera parte de El señor de los anillos, que muestra varios minutos seguidos en ralentí ininterrumpido y agobiante. Del segundo caso podemos nombrar a casi cualquier película con vuelta de tuerca, que sobre el final empieza a escupir cual vómito toda la seguidilla de trampas e indicios que dan otro sentido a la historia: Sexto sentido, Seduciendo a un extraño, o cualquier otra película del montón (con o sin Bruce Willis).
Es que un final rápido tampoco es necesariamente un final justo. El sueño de Cassandra termina rápido, pero lo hace de forma entrecortada, a las apuradas y casi de compromiso. Parece como si Woody Allen quisiera acabar cuanto antes con el relato, sacárselo de encima. Es que tanto El sueño... como Match Point y Scoop tiene un aire de película inconclusa, dubitativa, que no sabe hacia dónde va. Hay escenas y planos de estas tres películas que recuerdan por momentos al cine frío y desangelado de Kubrick, sólo que sin el cálculo ni el rigor estético del norteamericano. ¿Será por esto que ciertos elementos del cine anterior de Allen no están en estas películas? Pensemos en el jazz: sus primeras películas no sólo tenían bandas de sonido sobrecargadas de jazz, sino que también las mismas películas eran dueñas de una libertad y una voluntad de riesgo que se acercaba bastante a los postulados (est)éticos del jazz. Basta comparar un mocukmentary genial como Zelig con un mero ejercicio genérico como Scoop: y acá no vale decir “la edad”, sino mírenlo a George Romero. Y tampoco vale decir “filma una vez por año”, porque a la edad de Allen (setenta y tres) John Ford había filmado más de ochenta películas (el doble de las de Allen, y esto contando nada más su etapa sonora). Y siguiendo con la analogía muy pertinente del jazz: si Zelig o Bananas son bebops; por su tono de frescura, actualidad, de espíritu de época y de libertad rabiosamente obstinada, y si algunas de sus películas de finales de los ochenta y noventa muy rescatables como Maridos y esposas o Crimen y castigo se parecen más al swing de los 30’; por su economía narrativa, cierto reposo estético, una elegancia propia de quien es consciente de sus limitaciones y una apuesta cada vez más fuerte a lo seguro en detrimento de la experimentación y el riesgo, entonces las recientes Match Point, Scoop y El sueño... ¿qué mierda serán?
La respuesta a este interrogante y muchos más, en la segunda parte.
Dirección: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Intérpretes: Evan McGregor, Collin Farell, Tom Wilkinson, Peter-Hugo Daly, John Belfield, Clare Higgins, Ashley Madekwe
Música: Philip Glass
Duración: 108 minutos
Primera parte. All that jazz. Me gustan las películas que terminan justo donde tienen que hacerlo, que no se explayan en todo lo que les pasa a los personajes, que dejan algo abierto, que dejan tensado un conflicto sin cerrarlo del todo. Miami Vice termina bien: sabemos qué les pasa a los personajes de Colin Farrel y Gong Li, pero no a los de Jamie Foxx y su pareja, que está internada y muy lastimada (Mann deja ver un gesto, un movimiento de sus dedos, pero eso no quiere decir mucho). También muchas películas del clasicismo estadounidense terminan así: ni bien un conflicto se resuelve, el “the end” aparece sobre la imagen negando cualquier posible epílogo o sobreexplicación por parte del guión. Y las películas de Rejtman también, claro. Aunque no se trata de elogiar porque sí un final rápido, pero sí decir que varias películas pierden mucho interés cuando presentan un final muy largo o explicativo: del primer caso tenemos como ejemplo la tercera parte de El señor de los anillos, que muestra varios minutos seguidos en ralentí ininterrumpido y agobiante. Del segundo caso podemos nombrar a casi cualquier película con vuelta de tuerca, que sobre el final empieza a escupir cual vómito toda la seguidilla de trampas e indicios que dan otro sentido a la historia: Sexto sentido, Seduciendo a un extraño, o cualquier otra película del montón (con o sin Bruce Willis).
Es que un final rápido tampoco es necesariamente un final justo. El sueño de Cassandra termina rápido, pero lo hace de forma entrecortada, a las apuradas y casi de compromiso. Parece como si Woody Allen quisiera acabar cuanto antes con el relato, sacárselo de encima. Es que tanto El sueño... como Match Point y Scoop tiene un aire de película inconclusa, dubitativa, que no sabe hacia dónde va. Hay escenas y planos de estas tres películas que recuerdan por momentos al cine frío y desangelado de Kubrick, sólo que sin el cálculo ni el rigor estético del norteamericano. ¿Será por esto que ciertos elementos del cine anterior de Allen no están en estas películas? Pensemos en el jazz: sus primeras películas no sólo tenían bandas de sonido sobrecargadas de jazz, sino que también las mismas películas eran dueñas de una libertad y una voluntad de riesgo que se acercaba bastante a los postulados (est)éticos del jazz. Basta comparar un mocukmentary genial como Zelig con un mero ejercicio genérico como Scoop: y acá no vale decir “la edad”, sino mírenlo a George Romero. Y tampoco vale decir “filma una vez por año”, porque a la edad de Allen (setenta y tres) John Ford había filmado más de ochenta películas (el doble de las de Allen, y esto contando nada más su etapa sonora). Y siguiendo con la analogía muy pertinente del jazz: si Zelig o Bananas son bebops; por su tono de frescura, actualidad, de espíritu de época y de libertad rabiosamente obstinada, y si algunas de sus películas de finales de los ochenta y noventa muy rescatables como Maridos y esposas o Crimen y castigo se parecen más al swing de los 30’; por su economía narrativa, cierto reposo estético, una elegancia propia de quien es consciente de sus limitaciones y una apuesta cada vez más fuerte a lo seguro en detrimento de la experimentación y el riesgo, entonces las recientes Match Point, Scoop y El sueño... ¿qué mierda serán?
La respuesta a este interrogante y muchos más, en la segunda parte.
martes, 3 de junio de 2008
La ronda (Argentina - 2008)
Dirección: Inés Braun
Guión: Inés Braun, Walter Jakob
Intérpretes: Mercedes Morán, Sofía Gala Castiglione, Fernán Mirás, Rafael Spregelburd, Leonora Balcarce, Walter Jakob, Martín Rocco
Duración: 95 minutos
Película cuadrada. Apenas empieza La ronda hay un personaje mirando a cámara con un dejo de complicidad, un plano sin cortes de varios minutos que incluye los créditos, una coreografía que remite al musical clásico, una canción de Queen, y está Sofía Gala Castiglione (que tiene dos apellidos, como Coppola, que la está dirigiendo en Tetro) bailando y cantando. En sí este comienzo es peligroso porque amenaza con caer en algunos de los peores clichés y cancherismos del cine actual, como el guiño autoconciente y la cita cinéfila vacía. Pero al menos hay algo de peligro, de riesgo: Inés Braun genera una expectativa muy grande, ¿hacia dónde puede ir la película después de esto?
Pero las escenas que siguen terminan con la duda y el interés que proponían los primeros minutos de película: una estética puramente televisiva, un guión dividido en varias historias que tiene una impronta de tira de Canal 13, y caras que pertenecen históricamente al mundo de la televisión (Morán, Gala, Mirás, Rocco) dejan por el suelo la promesa de riesgo del principio. Del arrojo del comienzo La ronda deviene un producto chato, que no apuesta a nada más que poner en la pantalla grande una fórmula televisiva tras otra sin preguntarse demasiado por las posibilidades del cine, por ejemplo, por el uso del tamaño ancho o por la libertad para contar historias que no estén formateadas para el universo televisivo. El hilo conductor de las historias son los fracasos románticos de casi todos los personajes que primero hacen sufrir a sus parejas/amantes/enamorados y después son ellos los que sufren, en lo que parece un círculo vicioso (o una ronda, si gustan de interpretar) con una lógica de error-castigo que tiene un tufillo bastante moralista. Y al final una de las historias trata sobre el cine, y es por lo menos llamativo que una película que reniega por completo de su medio en favor de una puesta en escena televisiva tan acartonada, se anime a hablar de cómo se hace una película.
De entre la mediocridad general de La ronda asoman Sofía Gala, que tiene una frescura y una gracia muy poco vistas en las actrices del cine argentino actual (salvo quizás por Camila Toker, aunque en un registro muy distinto) y Rafael Spregelburd, que a pesar de lidiar con un personaje muy estilizado y cargado de tics, tiene los mejores momentos cómicos de la película. Todo el resto aburre o directamente no importa.
Aclaración: el autor de este texto pensó toda su vida que Gala era el apellido de Sofía y no su segundo nombre. Oportunamente desasnado, creyó pertinente dejar el comentario sobre los dos supuestos apellidos como testimonio perenne de la desfachatez intelectual de muchos críticos (con El Criticon a la cabeza, obvio). Al menos hasta que venga alguien y le diga que Ford es el segundo nombre de Francis.
Guión: Inés Braun, Walter Jakob
Intérpretes: Mercedes Morán, Sofía Gala Castiglione, Fernán Mirás, Rafael Spregelburd, Leonora Balcarce, Walter Jakob, Martín Rocco
Duración: 95 minutos
Película cuadrada. Apenas empieza La ronda hay un personaje mirando a cámara con un dejo de complicidad, un plano sin cortes de varios minutos que incluye los créditos, una coreografía que remite al musical clásico, una canción de Queen, y está Sofía Gala Castiglione (que tiene dos apellidos, como Coppola, que la está dirigiendo en Tetro) bailando y cantando. En sí este comienzo es peligroso porque amenaza con caer en algunos de los peores clichés y cancherismos del cine actual, como el guiño autoconciente y la cita cinéfila vacía. Pero al menos hay algo de peligro, de riesgo: Inés Braun genera una expectativa muy grande, ¿hacia dónde puede ir la película después de esto?
Pero las escenas que siguen terminan con la duda y el interés que proponían los primeros minutos de película: una estética puramente televisiva, un guión dividido en varias historias que tiene una impronta de tira de Canal 13, y caras que pertenecen históricamente al mundo de la televisión (Morán, Gala, Mirás, Rocco) dejan por el suelo la promesa de riesgo del principio. Del arrojo del comienzo La ronda deviene un producto chato, que no apuesta a nada más que poner en la pantalla grande una fórmula televisiva tras otra sin preguntarse demasiado por las posibilidades del cine, por ejemplo, por el uso del tamaño ancho o por la libertad para contar historias que no estén formateadas para el universo televisivo. El hilo conductor de las historias son los fracasos románticos de casi todos los personajes que primero hacen sufrir a sus parejas/amantes/enamorados y después son ellos los que sufren, en lo que parece un círculo vicioso (o una ronda, si gustan de interpretar) con una lógica de error-castigo que tiene un tufillo bastante moralista. Y al final una de las historias trata sobre el cine, y es por lo menos llamativo que una película que reniega por completo de su medio en favor de una puesta en escena televisiva tan acartonada, se anime a hablar de cómo se hace una película.
De entre la mediocridad general de La ronda asoman Sofía Gala, que tiene una frescura y una gracia muy poco vistas en las actrices del cine argentino actual (salvo quizás por Camila Toker, aunque en un registro muy distinto) y Rafael Spregelburd, que a pesar de lidiar con un personaje muy estilizado y cargado de tics, tiene los mejores momentos cómicos de la película. Todo el resto aburre o directamente no importa.
Aclaración: el autor de este texto pensó toda su vida que Gala era el apellido de Sofía y no su segundo nombre. Oportunamente desasnado, creyó pertinente dejar el comentario sobre los dos supuestos apellidos como testimonio perenne de la desfachatez intelectual de muchos críticos (con El Criticon a la cabeza, obvio). Al menos hasta que venga alguien y le diga que Ford es el segundo nombre de Francis.
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