AVISO

Hola, cómo va. Seguramente habrán notado que hace varios días (más de diez) no actualizo el blog, algo raro si tenemos en cuenta que venía subiendo textos bastante seguido. La cuestión que es que hace algún tiempo que venimos tramando con el amigo Villarino y algunas personas más la idea de empezar un sitio de crítica de cine, que esté dedicado sobre todo a los estrenos pero que también tenga lugar para otras cosas, como discos, libros, cómic, etc. Después de varios días de pruebas y correcciones, y aunque todavía falta pulir varias cosas, ya puedo decir que el sitio está listo para ser visitado. Acá les dejo el link:

www.cinemarama.wordpress.com

Por ahora tengo pensado dedicarme de lleno a este nuevo proyecto, aunque voy a tratar de actualizar de forma esporádica Cine Mifune.

Los esperamos en el nuevo Cinemarama.

Saludos a todos.

martes, 27 de mayo de 2008

Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull - Estados Unidos - 2008)


Dirección: Steven Spielberg
Guión: David Koepp
Intérpretes: Harrison Ford, Karen Allen, Cate Blanchett, Shia LaBeouf, John Hurt, Ray Winstone, Jim Broadbent
Música: John Williams
Duración: 122 minutos







One of the Heaven's bringer of balance
won't we eat each other
or won't we have another chance?
Show the limit, show the gate, show the way

No Direction Home, Eldritch


Sombras alargadas. Siempre me gustó pensar que Indiana Jones era una suerte de manifiesto cinematográfico, una declaración de principios morales y estéticos sobre el cine y también una forma de ver el mundo. Con el paso del tiempo la figura de Spielberg se agiganta: sus tres películas (aunque no sólo esas tres) destilan una pasión por el cine que es muy difícil encontrar en otros directores de la actualidad, a no ser por alguna rara excepción como el titán de Hong-Kong Stephen Chow, cuya obra se toca en muchos puntos con la del estadounidense (de hecho, la última película de Chow narra las peripecias de un chico que se encuentra con un extraterrestre). Pero más allá de la imposibilidad de encontrar hoy en día alguna clase de herencia spielbergiana, lo que no hay que perder de vista es a qué tradición cinematográfica pertenecían las Indiana. Primero, eran películas industriales, bien mainstream y que no trataban de ocultar su factura técnica. Esto les deparó durante mucho tiempo el desprecio de la crítica y de una buena parte del público, que confundían (y confunden hoy) lo industrial con lo poco comprometido. Si tenemos en cuenta que Estados Unidos históricamente fue la industria cinematográfica más importante del mundo, incluso después de la caída de los estudios en los años 50, entonces las Indiana son, al menos en este sentido, películas representativas de un sistema y de una manera de entender el cine. Y segundo, Spielberg siempre estuvo profundamente influenciado, junto a otros compañeros de generación como De Palma o Coppola, por el cine norteamericano clásico, y esta influencia se deja ver constantemente en su obra. Desde la construcción del personaje y los guiones (a cargo de otro compañero, Lucas) pasando por el uso de la luz y el color, el uso de las tomas en estudio hasta llegar a la disposición del encuadre, las Indiana son películas eminentemente clásicas desde lo formal, tanto que por momentos parecen haber sido concebidas y filmadas realmente en otra época.

Pero lo más valioso de todo es que esa pertenencia al pasado, lejos de anquilosar las películas, les infundía un aire romántico que pocas películas (americanas o no) supieron tener de allí en más. Es que todo ese andamiaje estético y narrativo que estaba ligado a una época del cine ya desaparecida se completaba con algunos de los mejores elementos del cine industrial de los 80, como el género de acción y la profusión de efectos especiales. Estos agregados, verdaderas marcas de época, le permitieron a Spielberg dinamizar sus películas, darles velocidad y un ritmo lo suficientemente atractivos como para hacer de las Indiana un producto vendible a la vez que de una calidad pocas veces vista en la historia del cine. Al uso marcado de efectos, que muchas veces se tilda a las apuradas de artificial o falso, Spielberg contraponía una mirada fantástica del cine que rebozaba optimismo (basta acordarse del final de la tercera película, que es casi una cita textual del clásico de Hawks, Rio Rojo) y que demandaba al espectador; le pedía a los gritos que tuviera fe, que creyera en el poder del cine para contar historias. Y es acá que, a diferencia de mucho cine mainstream complaciente y demagógico, las Indiana eran películas que exigían al público en tanto lo obligaban a suspender muchas ideas de verosimilitud y naturalismo, y en cambio le proponían un mundo fantástico en el que todavía era posible la magia (las tres películas viran en algún momento hacia lo mágico e inexplicable). Siempre es mucho más difícil imponer una visión fantástica del mundo que un mundo fantástico en sí mismo, como puede ser el caso de las dos películas de Conan o El señor de los anillos, que transcurren en un mundo diferente del nuestro, o como las Narnia o Harry Potter, donde hay claramente dos mundos, el cotidiano y el fantástico, bien delimitados y con reglas diferentes. En este sentido, las Indiana fueron, a pesar de su factura industrial y su llegada masiva al público, películas claramente excluyentes y extremistas: estrictamente para creyentes fieles, sin medias tintas. Y lo siguen siendo.

Tiempo nuevo. Y eso es lo que más me duele de la última Indiana, que retoma algunos postulados de las tres películas/manifiesto anteriores pero lo hace de manera poco comprometida; Spielberg no se exige ni exige a su película cómo lo había hecho en el pasado. Los efectos especiales que antes colmaban las películas están en esta cuarta entrega llevados hasta el límite de lo físico mediante el abuso de CGI y acaban perdiendo el peso plástico y real de los efectos de los 80 (ver sino al topo de las primeras escenas, que además de exagerado es un gag bastante gratuito y forzado); algunos personajes cargan con algunos de los mejores rasgos de los malvados del cine de aventuras y seriales de los 20 (como el de Cate Blanchett, que puede remontarse directamente hasta Las arañas, de Fritz Lang) pero dentro del huracán de conflictos muchos personajes terminan descuidados, construidos a medias y desaprovechados (otro es el de John Hurt, probablemente el bache más notorio del guión) etc. Pero el problema más grande es que la magia, el elemento más precioso de toda la saga, está por fin en ésta última película explicado y desmantelado. Sí, hay magia y está el elemento fantástico, pero ya no pertenece a este mundo, sino a otro, a “otra dimensión”, como dice uno de los personajes. En lugar de tomar partido por el riesgo que implica contar una historia con, por poner un ejemplo, un guardia templario que custodia una reliquia sagrada durante cientos de años, como sucedía al final de la tercera Indiana, Spielberg recurre esta vez a una salida mucho más plausible y cómoda: extraterrestres. Y esto tiene que ver con la época en la que transcurre esta última Indiana: finales de los 50, una década signada por la Guerra Fría y la paranoia comunista, por las persecuciones ideológicas, las traiciones políticas y el desencanto por el resquebrajamiento del mundo civilizado y en crecimiento que prometía el final de la Segunda Guerra Mundial. Todo este clima está reflejado en la película con un tono bastante progresista pero también de forma bastante terminal: el mundo de Indiana Jones, tal y como lo conocimos en las primeras tres películas, se perdió para siempre en el cinismo de la nueva era atómica. En medio de este panorama, no es raro que Spielberg se decante por reducir su película a otra paranoia de época como el avistamiento masivo de ovnis que empieza a finales de los años 40. Lo que en el pasado fue el componente fantástico, casi de ciencia-ficción, irrumpiendo y contaminando felizmente las reglas de un género ya caído en desuso como el de aventuras, es ahora apenas una explicación de otro mundo: así las cosas, ésta última Indiana tiene más en común con películas recientes como las ya nombradas Harry Potter o Narnia que con las tres anteriores.

A pesar de todo, la cuarta recupera, al menos en parte, el espíritu de acción y aventura de las primeras películas. Y no es que sea una mala película, pero la sombra de los 80 es muy alargada y esta Indiana no está a la altura de sus antecesoras. Y si todavía pienso en las primeras tres como verdaderos manifiestos cinematográficos, no puedo evitar pensar en esta última apenas como una actualización fallida de ideales ya impracticables. En todo caso, habría que preguntarse de quién es la culpa: si de Spielberg por haber hecho una película en sintonía con su época (época tanto del relato como de la realización) o del mundo (real y ficticio) por haber cambiado tan vertiginosamente. Porque siempre deberían ser los héroes los que cambien al mundo y no al revés, pero eso pasaba en los 80; antes de la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica y la Guerra Fría.

jueves, 22 de mayo de 2008

Bajo anestesia (Awake - Estados Unidos - 2007)

Dirección: Joby Harold
Guión: Joby Harold
Intérpretes: Hayden Christensen, Jessica Alba, Terrence Howard, Christopher McDonald, Lena Olin
Música: Samuel Sim
Duración: 84 minutos









Cine dormido.
No quiero dedicarle mucho tiempo ni mucho espacio a Bajo anestesia porque es muy difícil hablar de una película que casi no existe como tal, que no existe en tanto cine. Bajo anestesia podría haber sido un thriller decente; mal que mal, la historia y algunos personajes se prestan para algo más que este proyecto de película. Incluso la vuelta de tuerca, estando un poco más trabajada, podría ser eficaz y hasta podría sorprender un poco. Pero en la película de Joby Harold esto no pasa; primero porque los actores parecieran no estar allí, delante de la cámara, como si hubiesen dejado la cara y el cuerpo pero su mente su hubiese ido a otra parte (por eso no asombra cuando la mente/alma del personaje de Hayden Christensen viaja por fuera de su cuerpo, porque esto ya se daba así desde el principio de la película). Christensen, obvio, tiene un largo prontuario de películas en las que no actúo, como la reciente Jumper. Jessica Alba, por otra parte, parece que es una actriz de relleno: es linda de cara, está buena y nada más, no tiene más que eso para ofrecer (al menos en pantalla grande, no se como será en Dark Angel). Lena Olin, que siempre me gustó, también: está apagada y rígida, se le nota a la legua lo incómoda que está en la película (por eso no asombra cuando su personaje muere, ¡si durante toda la película hizo gala de un rigor mortis notable!). Terrence Howard tampoco agrega demasiado: hace a un típico malo con conciencia, de esos que hacen maldades pero siempre con cara de pesadez y remordimiento. El único que parece poner algo de ganas es Christopher McDonald; de hecho, cada vez que su personaje aparece hay un chiste o un giro en la trama. Pero como hace a un personaje secundario, tampoco está mucho tiempo delante de cámara.


Ya se que pasar revista a los actores uno por uno no parece un recurso muy recomendable en la crítica de cine, pero es que no se por donde encarar a una película que, de cine, de película propiamente dicha, tiene poco y nada. Y encima, lo poco que tiene apesta: una vuelta de tuerca previsible y tosca, un conflicto edípico demasiado ramplón, y una explicación psicológica (otra vuelta de tuerca, esta sí, nefasta) que sobre el final trata de resignificar toda la película; en suma, que intenta insuflarle aunque sea un poco de asombro a una película (mal) calculada y acartonada. Es que el mayor problema de Bajo anestesia y de muchas películas recientes es justamente eso, que hay directores, productores y escritores que ya no creen que el cine pueda asombrar. Mientras escribo esto debe estar por empezar la primera función del día que se estrena la cuarta parte de Indiana Jones; y la verdad, es que me cuesta pensar en otra película (u otro director) que confíe tanto en la capacidad de asombro del cine. Pero para qué explayarse sobre una saga de películas que está entre lo mejor que se filmó en toda la historia del cine, en un texto que habla de una película tan insignificante y olvidable como Bajo anestesia. No, mejor me guardo las ganas para un texto enteramente sobre la película de Spielberg. Mientras tanto, acá les dejo un link a otro texto que escribí hace algún tiempo en Cinemarama que habla sobre algunas tonterías relacionadas con Indiana Jones y el tema del asombro en comparación a las El tesoro nacional, otras dos películas que, por momentos, también parecen anestesiadas.

miércoles, 14 de mayo de 2008

El nido vacío (Argentina, España - 2008)

Dirección: Daniel Burman
Guión: Daniel Burman
Intérpretes: Cecilia Roth, Oscar Martínez, Inés Efron, Arturo Goetz, Jean Pierre Noher, Ron Ritcher
Música: Nicolás Cota
Duración: 91 minutos









Alquimista.
Siempre fue difícil incluirlo a Daniel Burman dentro de lo que suele llamarse Nuevo Cine Argentino. Primero, porque la mayoría de sus películas no son proyectos típicamente independientes, es decir, están hechas con presupuestos altos y siempre tienen una gran cantidad de caras reconocibles. Segundo, sus historias no son representativas del universo del NCA; lejos tanto de la urbanidad marginal de películas como Pizza, birra, faso o Mundo grúa como del paisaje rural de Lisandro Alonso, las películas de Burman (salvo la mitad de Esperando al mesías, que es un caso aparte) siempre transcurren en lugares que no pueden ser considerados como decadentes o corruptos, sino tan solo particulares, personales, que dan cuenta de una cultura y un mundo que siempre se les escapó al cine independiente y al mainstream por igual. Tercero y más importante, Burman es un gran contador de historias (todas sus películas están escritas o coescritas por él), lo que prácticamente lo aleja de forma excluyente del NCA, un ¿movimiento? que en los últimos años viene dando sus señales de agotamiento más fuertes al descuidar cada vez más la cuestión narrativa. Es evidente que las películas de Burman no se ven ni se cuentan como podría hacerlo una película representativa del NCA en la actualidad, y esto es cuando menos alarmante si tenemos en cuenta el enorme éxito que suele cosechar Burman; sus películas no son solamente éxitos de taquilla y de festivales, también son películas que permanecen, que reverberan vigorosamente dentro del cada vez más lánguido panorama del cine argentino. Burman filma caro, llena salas y sus películas (la mayoría) son impecables: esta pareciera ser la alquimia cinematográfica más oscura e indescifrable para gran parte de los realizadores argentinos.


El joven viejo. El cine de Burman crece pero no envejece. O si envejece, al menos lo hace muy bien. Si tomamos como referencia al grupo de películas que hizo junto a Daniel Hendler, El nido vacío es la primera película de Burman en la que el protagonista no tiene que resolver conflictos con sus padres. Tanto Esperando al mesías, El abrazo partido como Derecho de familia estaban prácticamente centradas en las relaciones entre hijos y padres (padres y madres, se entiende), hasta que en Derecho de familia el conflicto parecía resolverse y dejar al protagonista parado en un lugar nuevo: Hendler ya no era hijo, ahora era papá. Este quiebre no tiene que ser tomado a la ligera; también Burman parecía alcanzar una madurez narrativa y estética en esa película, después de haber probado con historias que no le pertenecían del todo (Todas las azafatas van al cielo, parte de Esperando al mesías) o con ideas de puesta en escena que habría de abandonar rápidamente (la cámara en mano agitada de El abrazo partido). Derecho de familia dejaba ver por primera vez al cine de Burman en toda su plenitud, una rara mezcla (de nuevo, una alquimia) de clasicismo formal y modernidad narrativa, de reposo estético y fugacidad en el relato. El nido vacío se parece más a Derecho de familia que a todas las otras películas del director.


Volver. El nido vacío no es una película del todo “vieja”, del todo envejecida, pero sí entrada en años. Por ejemplo, asoman algunos tics que en la obra de Burman no estaban, como la puesta en escena televisiva que por momentos despliega la película (hay escenas que están contadas exclusivamente en base a primeros planos). Otra cosa es la tendencia en la carrera de Burman a encerrarse cada vez más en sus personajes principales: si Esperando al mesías tenía a más de un protagonista, El abrazo partido a uno pero equilibrado con una gran cantidad de personajes secundarios que lo rodeaban, y Derecho de familia ya se metía de lleno en una familia para casi no salir de ese grupo, El nido vacío (persona mayor que ya no sale mucho de su casa) se cierra completamente sobre Leonardo (Oscar Martinez). Y otro rasgo del añejamiento del cine de Burman es la vuelta nostálgica al pasado, vuelta que en las otras películas estaba pero de forma menos marcada, y que a diferencia de esas en El nido vacío se concreta de forma efectiva. Esto no es un dato menor: las películas de Burman siempre fueron trágicamente lineales; un hecho dramático era irreversible y obligaba a los personajes a superar el conflicto, a madurar. Pareciera que ahora, con una historia de gente madura (y con el mismo Burman más maduro), ya no hace falta sufrir esa añoranza como antes. En el El nido vacío se da cuenta del mundo a través del arte; la escritura de Leonardo es la que le permite no sólo viajar al pasado y reparar el tiempo perdido, también es la que le permite al propio Burman construirlo a Leonardo, porque va a llegar un momento en que el personaje va a ser tanto una ficción de la película como de su propia pluma (Leonardo escribe, y lo hace a mano). La historia se va a hacer cada vez más compleja y Burman, cual viejito que chochea alegremente, desorientado, va a perder deliberadamente el norte de la historia y va a deambular por entre medio de romances imposibles, alucinaciones con tono de musical clásico, y hasta va a realizar un improbable viaje a Israel en lo que parece un reencuentro noble y sin golpes bajos con algunas raíces. Este tono de fantasía senil y despreocupada se termina de plasmar cuando un ahora engrandecido Leonardo puede cruzar con éxito el umbral del tiempo, pero tornando las cosas a su favor, o sea, volviendo a un nuevo pasado estilizado y a la medida del personaje. Cosa de viejo, que de seguro un cine joven, nuevo (o un nuevo cine) no se dignaría a transitar. Lo irónico es que una película grande como El nido vacío tiene más juventud y futuro que otras diez películas juntas sobre custodios, otros y resfriadas.

jueves, 8 de mayo de 2008

La familia Savage (The Savages - Estados Unidos - 2007)

Dirección: Tamara Jenkins
Guión: Tamara Jenkins
Intérpretes: Laura Linney, Philip Seymour Hoffman, Philip Bosco, Peter Friedman, David Zayas
Música: Stephen Trask
Duración: 117 minutos









Alta suciedad. Los conflictos de una película (bah, de una historia) pueden surgir, muy a grandes rasgos, de dos maneras: por lo que los personajes son o por lo que hacen. Del primer ejemplo tenemos: Rambo (el personaje no puede evitar ser cómo es después de haber pasado por el ejército y Vietnam), El hombre Elefante, las películas viejas de Adam Sandler y gran parte de la obra de Tim Burton. El conflicto está dado de antemano para los personajes porque su forma de ser ya es conflictiva para la sociedad en la que se mueven. Es decir, que estas películas siempre tienen un hálito de tragedia. Del otro caso podemos citar ejemplos incontables, desde Perros de la calle, pasando por Miami Vice, El halcón Maltés y llegar hasta El nacimiento de una nación. Se trata de películas en las que los conflictos los disparan siempre los personajes, de una u otra forma. Son historias más dinámicas narrativamente, porque los conflictos no están establecidos desde un principio sino que son los personajes los que los generan. Optar por construir una historia con conflictos de uno u otro tipo no supone a priori un problema, pero cuando una película es tan cretina como La familia Savage, esa decisión sí se vuelve problemática.


Algo me hace desconfiar de la película de Tamara Jenkins. No me cierra su redondez, su pulcritud, esa falsa mugre calculadamente higiénica, lo bastante limpia como para no incomodar a nadie. Pareciera que hay una voluntad de lo sucio, en el sentido de que se urga en conflictos personales íntimos, se habla de temas complejos desde un lugar obscenamente naturalista y con un ánimo simplificador que asusta, y cuando se puede se alude a cosas escatológicas siempre de forma chocante. Pero detrás de esa suciedad impostada de la historia hay otra suciedad más complicada, más grave, y es el regodeo que propone la película sobre sus personajes excéntricos, elitistas y fracasados. A juzgar por el tono de bronca y saña de la película, pareciera que a sus personajes se los está castigando por algo. ¿Por qué puede ser? ¿Por ser cultos? ¿Por no participar de una familia tradicional? ¿Por ser de clase media? Estos atributos, que de por sí no implican nada positivo o negativo, en la película tienen un aire como de falta, de pecado irreparable. Por ejemplo, Jon (Philip Seymour Hoffman) y Wendy (Laura Linney), que son hermanos, juegan al tenis: obviamente hablan más tiempo del que juegan (son intelectuales, o sea, que para Jenkins no entienden nada de deportes), y cuando empiezan a jugar Jon se lesiona casi sin moverse. Este momento me parece ejemplar: al desprecio que la película siente por sus personajes (ver cómo pelotean y charlan a la vez) se le suma ese castigo arbitrario de la lesión, que pareciera descender directamente de la pluma de la guionista (la propia Jenkins), que le va a dejar el camino libre a la película para reírse físicamente de Jon los próximos cinco minutos. Lo mismo pasa, aunque de manera más grosera, con el personaje de Wendy: después de pedir una beca al Guggenheim para continuar con su obra de teatro “subversiva” (como la llama ella) Wendy recibe una notificación de la institución, pero nunca sabemos cuál es la respuesta concreta. Mientras tanto, Wendy le dice a Jon que consiguió la beca; su seguridad es tal que es muy difícil no creerle al personaje. Más tarde, cerca del final de la película, Jon va a descubrir (y nosotros junto con él) que Wendy nunca consiguió la beca, sino que mintió solamente para poder rivalizar momentáneamente con el éxito académico de su hermano, que está preparando un libro sobre Bertolt Brecht. Si la película nos hubiese revelado el fracaso de Wendy desde un principio nos haría partícipes de su conflicto en lugar de intentar golpearnos con esa información repentina; es que el patetismo del personaje queda potenciado de esa forma. Otra jugada sucia de la película. Otra de tantas.


La familia Savage está plagada de momentos como estos: de fracasos, mentiras y sufrimientos que bordean el patetismo pero siempre pintados con frialdad y sumo cuidado, con un tono bien aséptico, limpito. Y me cuesta entender a una película que en el fondo propone regodearse constantemente en el fracaso de los personajes; personajes que parecieran estar sufriendo más por lo que son que por lo que hacen, como si se respirara todo el tiempo una culpa por pertenecer a una determinada clase e instituciones y por no formar parte de otras, como la familia, al menos en términos clásicos. Y retomando el principio del texto, en La familia Savage los personajes no hacen nada para que les pase lo que les pasa (la película trata de forzar un poco una cierta idea de culpa por haberlo abandonado al padre), todo les pasa porque sí, sin motivo ni explicación a la vista. Y ahí es cuando empieza a hacer ruido el hecho de “lo que son”: gente de clase media, intelectuales, nada familiares, perdedores, etc. Cuando se toma conciencia que los personajes no hacen nada para sufrir lo que sufren es que empieza a aparecer el conflicto de tipo "por lo que son”, y que una película señale con el dedo a sus personajes por ser todo lo que decíamos antes, y se sirva de eso para atacarlos y burlarse, es por lo menos bajo y bastante imbécil. Que un director o guionista desprecie a sus personajes vaya y pase (el Casanova de Fellini, por ejemplo) pero lo que hace Tamara Jenkins (que en este caso es directora y guionista) es lamentable; no sólo no respeta ni entiende a sus personajes, sino que se ríe de ellos y los culpa por ser ellos mismos. Y acá cobra un poco más de sentido lo que decíamos antes acerca del tono de la película: esa construcción calculada, milimétrica, que todo el tiempo apuesta por una suciedad higiénica y que no mancha; en resumen, ese tono hipócrita y cretino que colma la puesta en escena, se condice bastante con la moral de la película.

sábado, 3 de mayo de 2008

Iron Man: el hombre de hierro (Iron Man - Estados Unidos - 2008)

Dirección: Jon Favreau
Guión: Mark Fergus y Hawk Ostby
Intérpretes: Robert Downey Jr, Terrence Howard, Jeff Bridges, Shaun Toub y Gwyneth Paltrow
Música: Ramin Djawadi
Duración: 125 minutos









Superhéroes al diván. Iron man tiene el mismo problema que tienen muchas primeras películas de superhéroes recientes como X-Men, Spiderman, Los Cuatro Fantásticos o Ghost Rider; y es que los guiones se toman demasiado tiempo para construir a los personajes contando su pasado. Si bien algunas de estas películas tienen que dedicarle tiempo a esa construcción porque es clave para entender a los personajes (X-Men, Spiderman), otras podrían acortar o incluso prescindir la cuestión del pasado anterior a su tarea como superhéroes (Los Cuatro Fantásticos, Iron Man). No es casualidad que las primeras películas de X-Men y Spiderman sean las menos interesantes de las sagas; es recién en las segundas películas, cuando los guiones ya no necesitan escarbar más que ocasionalmente en el pasado de los héroes, que las películas tienen mucho más ritmo y funcionan mejor. Incluso una película mediocre como Daredevil gana en ritmo por el hecho de no dedicarle mucho tiempo al pasado del personaje. Iron Man sufre este problema, y hasta que Jon Favreau no termina de armar y de explicar el pasado de Tony Stark, la película es lenta y aburrida.


Y la idea más importante seguramente es la de “explicar”. Es muy importante entender esto: casi todas las películas de superhéroes (salvo alguna excepción muy rara, como Hulk) tienen la maldita costumbre de querer explicar a sus personajes a través de sus pasados. El contar sobre el pasado no sólo se utiliza para dar información, para contextualizar, sino que se usa principalmente para dejar sentados claramente los conflictos psicológicos de los personajes, ya que estos van a estar presentes a lo largo de toda la película. Esta idea nos permite pensar a las películas de superhéroes como exponentes fieles del cine industrial americano del momento: por un lado, no se deja lugar a zonas grises, hay que explicar todo lo que se pueda del personaje sin dejar huecos narrativos; es decir, que el personaje siempre nos llega masticado y deglutido por la película. Por otro, y en sintonía con el peor psicologismo del cine americano, los conflictos y traumas pasados de los personajes los dominan y los definen en el presente (esto depende también de qué personajes se esté hablando; no debería extrañar que todos los ejemplos que di sean adaptaciones de Marvel). La hago corta: a pesar de lo atractivas que me parecen muchas historias de superhéroes en cine (y algunas son buenísimas), no puedo evitar pensar que las adaptaciones de cómics en la actualidad son meros representantes del cine estadounidense más torpe y sensiblero.


Pesado como hombre de plomo. Iron Man escapa por momentos a esta cuestión de lo psicológico. Principalmente se debe a que el personaje de Tony Stark no tiene nada de ese aire de adolescente traumado de Spiderman o los X-Men: Stark está podrido en plata, se acuesta con todas las mujeres que quiere y es un genio de la tecnología. Este es el punto fuerte de Iron Man, que Stark/Downey es demasiado vivo y enérgico como para reducir al personaje a un mero trauma psicológico; en cambio, la película le va a crear una preocupación de orden social y pacifista, y lo a va a introducir en pleno contexto de Medio Oriente, con terroristas despiadados, aldeanos inocentes y fabricantes de armas. A pesar de esto y de la interminable hora que el guión se toma para pintar al personaje, Stark se mantiene como un superhéroe (o héroe a secas, porque poderes no tiene) para nada trágico ni condescendiente, y esto es algo a rescatar en medio del mar de personajes trágicos y acomplejados que es el cine de superhéroes hoy.

Fuera del personaje, Iron Man es una película aburrida (yo por lo menos me aburrí muchísimo), que en las escenas de acción depende mucho de los efectos especiales, con diálogos acartonadísimos (salvo algunas líneas de Downey), un malo Jeff Bridges que no convence en ningún momento, y un discurso pro ejército estadounidense que llega a dar asco.