Dirección: Steven Spielberg
Guión: David Koepp
Intérpretes: Harrison Ford, Karen Allen, Cate Blanchett, Shia LaBeouf, John Hurt, Ray Winstone, Jim Broadbent
Música: John Williams
Duración: 122 minutos
One of the Heaven's bringer of balance
won't we eat each other
or won't we have another chance?
Show the limit, show the gate, show the way
No Direction Home, Eldritch
Sombras alargadas. Siempre me gustó pensar que Indiana Jones era una suerte de manifiesto cinematográfico, una declaración de principios morales y estéticos sobre el cine y también una forma de ver el mundo. Con el paso del tiempo la figura de Spielberg se agiganta: sus tres películas (aunque no sólo esas tres) destilan una pasión por el cine que es muy difícil encontrar en otros directores de la actualidad, a no ser por alguna rara excepción como el titán de Hong-Kong Stephen Chow, cuya obra se toca en muchos puntos con la del estadounidense (de hecho, la última película de Chow narra las peripecias de un chico que se encuentra con un extraterrestre). Pero más allá de la imposibilidad de encontrar hoy en día alguna clase de herencia spielbergiana, lo que no hay que perder de vista es a qué tradición cinematográfica pertenecían las Indiana. Primero, eran películas industriales, bien mainstream y que no trataban de ocultar su factura técnica. Esto les deparó durante mucho tiempo el desprecio de la crítica y de una buena parte del público, que confundían (y confunden hoy) lo industrial con lo poco comprometido. Si tenemos en cuenta que Estados Unidos históricamente fue la industria cinematográfica más importante del mundo, incluso después de la caída de los estudios en los años 50, entonces las Indiana son, al menos en este sentido, películas representativas de un sistema y de una manera de entender el cine. Y segundo, Spielberg siempre estuvo profundamente influenciado, junto a otros compañeros de generación como De Palma o Coppola, por el cine norteamericano clásico, y esta influencia se deja ver constantemente en su obra. Desde la construcción del personaje y los guiones (a cargo de otro compañero, Lucas) pasando por el uso de la luz y el color, el uso de las tomas en estudio hasta llegar a la disposición del encuadre, las Indiana son películas eminentemente clásicas desde lo formal, tanto que por momentos parecen haber sido concebidas y filmadas realmente en otra época.
Pero lo más valioso de todo es que esa pertenencia al pasado, lejos de anquilosar las películas, les infundía un aire romántico que pocas películas (americanas o no) supieron tener de allí en más. Es que todo ese andamiaje estético y narrativo que estaba ligado a una época del cine ya desaparecida se completaba con algunos de los mejores elementos del cine industrial de los 80, como el género de acción y la profusión de efectos especiales. Estos agregados, verdaderas marcas de época, le permitieron a Spielberg dinamizar sus películas, darles velocidad y un ritmo lo suficientemente atractivos como para hacer de las Indiana un producto vendible a la vez que de una calidad pocas veces vista en la historia del cine. Al uso marcado de efectos, que muchas veces se tilda a las apuradas de artificial o falso, Spielberg contraponía una mirada fantástica del cine que rebozaba optimismo (basta acordarse del final de la tercera película, que es casi una cita textual del clásico de Hawks, Rio Rojo) y que demandaba al espectador; le pedía a los gritos que tuviera fe, que creyera en el poder del cine para contar historias. Y es acá que, a diferencia de mucho cine mainstream complaciente y demagógico, las Indiana eran películas que exigían al público en tanto lo obligaban a suspender muchas ideas de verosimilitud y naturalismo, y en cambio le proponían un mundo fantástico en el que todavía era posible la magia (las tres películas viran en algún momento hacia lo mágico e inexplicable). Siempre es mucho más difícil imponer una visión fantástica del mundo que un mundo fantástico en sí mismo, como puede ser el caso de las dos películas de Conan o El señor de los anillos, que transcurren en un mundo diferente del nuestro, o como las Narnia o Harry Potter, donde hay claramente dos mundos, el cotidiano y el fantástico, bien delimitados y con reglas diferentes. En este sentido, las Indiana fueron, a pesar de su factura industrial y su llegada masiva al público, películas claramente excluyentes y extremistas: estrictamente para creyentes fieles, sin medias tintas. Y lo siguen siendo.
Tiempo nuevo. Y eso es lo que más me duele de la última Indiana, que retoma algunos postulados de las tres películas/manifiesto anteriores pero lo hace de manera poco comprometida; Spielberg no se exige ni exige a su película cómo lo había hecho en el pasado. Los efectos especiales que antes colmaban las películas están en esta cuarta entrega llevados hasta el límite de lo físico mediante el abuso de CGI y acaban perdiendo el peso plástico y real de los efectos de los 80 (ver sino al topo de las primeras escenas, que además de exagerado es un gag bastante gratuito y forzado); algunos personajes cargan con algunos de los mejores rasgos de los malvados del cine de aventuras y seriales de los 20 (como el de Cate Blanchett, que puede remontarse directamente hasta Las arañas, de Fritz Lang) pero dentro del huracán de conflictos muchos personajes terminan descuidados, construidos a medias y desaprovechados (otro es el de John Hurt, probablemente el bache más notorio del guión) etc. Pero el problema más grande es que la magia, el elemento más precioso de toda la saga, está por fin en ésta última película explicado y desmantelado. Sí, hay magia y está el elemento fantástico, pero ya no pertenece a este mundo, sino a otro, a “otra dimensión”, como dice uno de los personajes. En lugar de tomar partido por el riesgo que implica contar una historia con, por poner un ejemplo, un guardia templario que custodia una reliquia sagrada durante cientos de años, como sucedía al final de la tercera Indiana, Spielberg recurre esta vez a una salida mucho más plausible y cómoda: extraterrestres. Y esto tiene que ver con la época en la que transcurre esta última Indiana: finales de los 50, una década signada por la Guerra Fría y la paranoia comunista, por las persecuciones ideológicas, las traiciones políticas y el desencanto por el resquebrajamiento del mundo civilizado y en crecimiento que prometía el final de la Segunda Guerra Mundial. Todo este clima está reflejado en la película con un tono bastante progresista pero también de forma bastante terminal: el mundo de Indiana Jones, tal y como lo conocimos en las primeras tres películas, se perdió para siempre en el cinismo de la nueva era atómica. En medio de este panorama, no es raro que Spielberg se decante por reducir su película a otra paranoia de época como el avistamiento masivo de ovnis que empieza a finales de los años 40. Lo que en el pasado fue el componente fantástico, casi de ciencia-ficción, irrumpiendo y contaminando felizmente las reglas de un género ya caído en desuso como el de aventuras, es ahora apenas una explicación de otro mundo: así las cosas, ésta última Indiana tiene más en común con películas recientes como las ya nombradas Harry Potter o Narnia que con las tres anteriores.
A pesar de todo, la cuarta recupera, al menos en parte, el espíritu de acción y aventura de las primeras películas. Y no es que sea una mala película, pero la sombra de los 80 es muy alargada y esta Indiana no está a la altura de sus antecesoras. Y si todavía pienso en las primeras tres como verdaderos manifiestos cinematográficos, no puedo evitar pensar en esta última apenas como una actualización fallida de ideales ya impracticables. En todo caso, habría que preguntarse de quién es la culpa: si de Spielberg por haber hecho una película en sintonía con su época (época tanto del relato como de la realización) o del mundo (real y ficticio) por haber cambiado tan vertiginosamente. Porque siempre deberían ser los héroes los que cambien al mundo y no al revés, pero eso pasaba en los 80; antes de la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica y la Guerra Fría.