Dirección: Mark Osborne, John Stevenson
Guión: Jonathan Aibel, Glenn Berger
Intérpretes: Jack Black, Jackie Chan, Dustin Hoffman, Lucy Liu, Ian McShane, David Cross
Fotografía: Yong Duk Jhun
Edición: Clare De Chenu
Música: John Powell, Hans Zimmer
Duración: 91 minutos
Advertencia: si bien el texto habla mucho de Dreamworks y bastante poco de Kung Fu Panda, el autor piensa que todo lo malo que se dice del estudio es totalmente aplicable a la película.
¿Qué es el cine (infantil)? La verdad es que no hace falta comparar las películas de Pixar con las de Dreamworks para llegar a la conclusión de que las producciones animadas de Dreamworks, salvo honradas excepciones (como el largo de Wallace and Gromit) representan lo peor del mainstream americano actual. Sí, claro que tienen alguna que otra cosa a favor como el manejo del ritmo (es imposible aburrirse con una de Dreamworks) pero en general son películas que apelan siempre a lo fácil y más básico. Lo primero que salta a la vista de una película de Dreamworks es el uso constante y reiterativo del slapstick; gran cantidad de los chistes dependen de caídas y golpes que, a diferencia de las mejores tradiciones del humor físico (ya sea en la época muda con Chaplin o Keaton como en la modernidad como Jerry Lewis o Adam Sandler) el gag se ve siempre forzado, sobreexplotado, como tratando de tapar los problemas de guión para construir el humor. El otro recurso cómico muy común en las películas de Dreamworks es lo escatológico: los personajes suelen hablar de ir al baño, vomitan o se tiran pedos (ver especialmente a Stella en Vecinos invasores) pero como siempre estamos frente a productos pensados para un consumo masivo y que apuntan a la familia, lo escatológico se queda solamente en eso, en un amague; los chistes nunca son llevados hasta los límites de lo asqueroso o lo políticamente incorrecto y no pasan de ser un recurso fácil y muy poco arriesgado.
Otra cosa tiene que ver con la forma en que las películas hablan al espectador: los largos de animación de Dreamworks tienen los peores tics del cine actual, a saber el cancherismo y el guiño. Películas como Shrek y Kung Fu Panda no solamente parodian, también se burlan con saña de sus historias y personajes (ver como tratan los cuentos de hadas la primera y el género de artes marciales y la cultura oriental la segunda) y además, para poder entablar esa relación cínica con el público, las películas se la pasan repartiendo guiños a la cultura popular (sobre todo a los tanques cinematográficos y la televisión) de manera automática y poco elaborada, como buscando una empatía con el espectador que la historia, los personajes y la puesta en escena no son capaces de conseguir.
A todo esto podríamos agregar la costumbre de las películas de Dreamworks de bombardear al público con una enorme cantidad de planos, colores, movimientos de cámara, elementos en el plano, etc. Pareciera que películas como Shrek no podrían sostenerse sin toda esta artillería visual, como si detrás de la velocidad, el brillo y el impacto cromático no quedara demasiado para ver. En este sentido, y haciendo un uso bastante apurado del término, las películas de Dreamworks (especialmente si las comparamos con las de Pixar) parecen verdaderamente cine “infantil”. Y cuando digo infantil no pienso en un cine dirigido a público muy joven, sino a uno adolescente o adulto que ya no quiere que las películas sean demasiado complicadas; un espectador que se conforma con películas que lo saturan de imágenes rápidas y coloridas y que no se pregunta por la densidad de los personajes, los conflictos o la mirada del mundo que puede tener una película. En la función de Kung Fu Panda (un viernes a las 21) casi no había chicos, y gran parte de las carcajadas venía de gente adulta.
Kung Fu Panda tiene todos y cada uno de los problemas que vengo diciendo. También tiene algunos méritos, como la secuencia inicial animada en 2D (uno de los mejores momentos de la película) y alguna de las escenas de pelea, donde toda la parafernalia visual sí funciona y está justificada desde lo que se cuenta. Pero fuera de esto, Kung Fu Panda (como toda película de Dreamworks que se precie) apela a las emociones más básicas y de la forma más cuadrada posible.
AVISO
Hola, cómo va. Seguramente habrán notado que hace varios días (más de diez) no actualizo el blog, algo raro si tenemos en cuenta que venía subiendo textos bastante seguido. La cuestión que es que hace algún tiempo que venimos tramando con el amigo Villarino y algunas personas más la idea de empezar un sitio de crítica de cine, que esté dedicado sobre todo a los estrenos pero que también tenga lugar para otras cosas, como discos, libros, cómic, etc. Después de varios días de pruebas y correcciones, y aunque todavía falta pulir varias cosas, ya puedo decir que el sitio está listo para ser visitado. Acá les dejo el link:
www.cinemarama.wordpress.com
Por ahora tengo pensado dedicarme de lleno a este nuevo proyecto, aunque voy a tratar de actualizar de forma esporádica Cine Mifune.
Los esperamos en el nuevo Cinemarama.
Saludos a todos.
www.cinemarama.wordpress.com
Por ahora tengo pensado dedicarme de lleno a este nuevo proyecto, aunque voy a tratar de actualizar de forma esporádica Cine Mifune.
Los esperamos en el nuevo Cinemarama.
Saludos a todos.
domingo, 13 de julio de 2008
jueves, 10 de julio de 2008
Extranjera (Argentina - 2007)
Dirección: Inés De Oliveira Cézar
Guión: Inés De Oliveira Cézar, Sergio Wolf
Intérpretes: Carlos Portaluppi, Agustina Muñoz, Eva Bianco, Aymará Rovera, Agustín Rittano, Maciej Robakiewicz
Fotografía: Gerardo Silvatici
Edición: Ana Poliak
Música: Martin Pavlovsky
Duración: 80 minutos
Una de “contemplación”. En realidad no es muy difícil hacer una película con una gran cantidad de planos quietos, de silencios, con poco o nada de acción, cargada de lo que allá lejos y hace tiempo se llamaba tiempos muertos. No es tan difícil. Se me vienen a la mente algunos estrenos recientes que, desde géneros y posturas muy diferentes, apuestan a dejar de lado la acción en favor de la construcción de climas y una puesta en escena que podríamos llamar, a falta de un termino más concreto, contemplativa. Pienso, por ejemplo, en Cordero de Dios y Lluvia, dos películas muy distintas y con valores más o menos discutibles que se parecen en la manera en que construyen sus mundos; desde un punto de vista centrado en la observación y los silencios narrativos. Estas dos películas (para mi gusto algo fallidas, sobre todo Lluvia) se parecen, por lo menos en este sentido, a Extranjera. Pero Inés de Oliveira Cézar no se queda en el costado meramente contemplativo de la película; Extranjera es mucho más que una película con tiempos muertos; al contrario que Lluvia y Cordero de Dios, que se sirven de la contemplación para rellenar huecos, para tapar problemas.
Por eso decía que, por lo menos en teoría, no es tan difícil hacer una película "contemplativa". Lo difícil es mantener el interés durante toda la película sin recurrir a los mecanismos narrativos y formales tradicionales. Extranjera hace esto muy bien; el relato, a pesar de lo reducido y elíptico, nunca decae incluso en las escenas donde no hay diálogos o no pasa nada, y todo el silencio y la falta de acción ayudan a crear un suspenso que va aumentando a medida que avanza la película. A diferencia de las películas de Sharunas Bartas, del que pueden sentirse ecos muy fuertes en Extranjera (en especial de Freedom, que también transcurre en un paisaje desértico), donde el suspenso es algo imposible porque no hay prácticamente ninguna información sobre los personajes que no dependa de la imagen, Inés de Oliveira Cézar se arriesga a tomar un esquema estético similar, árido y poco propicio para narrar, y se las arregla para contar; aunque sea mínimamente, pero contar al fín.
A Extranjera solamente se le pueden reprochar la exageración de los gestos de Carlos Portaluppi, que más allá de cierto exceso está muy bien aprovechado en toda su enormidad física casi wellesiana, y también se le pueden hacer algunos achaques al final de la película; por lo abrupto de la resolución y por el último plano, que parece algo cómodo y no cuaja con el tono de la película. Fuera de esto, Extranjera es un estreno poco común, con una propuesta narrativa y estética muy bien lograda y que trae un poco de aire a la cartelera de estas semanas.
Guión: Inés De Oliveira Cézar, Sergio Wolf
Intérpretes: Carlos Portaluppi, Agustina Muñoz, Eva Bianco, Aymará Rovera, Agustín Rittano, Maciej Robakiewicz
Fotografía: Gerardo Silvatici
Edición: Ana Poliak
Música: Martin Pavlovsky
Duración: 80 minutos
Una de “contemplación”. En realidad no es muy difícil hacer una película con una gran cantidad de planos quietos, de silencios, con poco o nada de acción, cargada de lo que allá lejos y hace tiempo se llamaba tiempos muertos. No es tan difícil. Se me vienen a la mente algunos estrenos recientes que, desde géneros y posturas muy diferentes, apuestan a dejar de lado la acción en favor de la construcción de climas y una puesta en escena que podríamos llamar, a falta de un termino más concreto, contemplativa. Pienso, por ejemplo, en Cordero de Dios y Lluvia, dos películas muy distintas y con valores más o menos discutibles que se parecen en la manera en que construyen sus mundos; desde un punto de vista centrado en la observación y los silencios narrativos. Estas dos películas (para mi gusto algo fallidas, sobre todo Lluvia) se parecen, por lo menos en este sentido, a Extranjera. Pero Inés de Oliveira Cézar no se queda en el costado meramente contemplativo de la película; Extranjera es mucho más que una película con tiempos muertos; al contrario que Lluvia y Cordero de Dios, que se sirven de la contemplación para rellenar huecos, para tapar problemas.
Por eso decía que, por lo menos en teoría, no es tan difícil hacer una película "contemplativa". Lo difícil es mantener el interés durante toda la película sin recurrir a los mecanismos narrativos y formales tradicionales. Extranjera hace esto muy bien; el relato, a pesar de lo reducido y elíptico, nunca decae incluso en las escenas donde no hay diálogos o no pasa nada, y todo el silencio y la falta de acción ayudan a crear un suspenso que va aumentando a medida que avanza la película. A diferencia de las películas de Sharunas Bartas, del que pueden sentirse ecos muy fuertes en Extranjera (en especial de Freedom, que también transcurre en un paisaje desértico), donde el suspenso es algo imposible porque no hay prácticamente ninguna información sobre los personajes que no dependa de la imagen, Inés de Oliveira Cézar se arriesga a tomar un esquema estético similar, árido y poco propicio para narrar, y se las arregla para contar; aunque sea mínimamente, pero contar al fín.
A Extranjera solamente se le pueden reprochar la exageración de los gestos de Carlos Portaluppi, que más allá de cierto exceso está muy bien aprovechado en toda su enormidad física casi wellesiana, y también se le pueden hacer algunos achaques al final de la película; por lo abrupto de la resolución y por el último plano, que parece algo cómodo y no cuaja con el tono de la película. Fuera de esto, Extranjera es un estreno poco común, con una propuesta narrativa y estética muy bien lograda y que trae un poco de aire a la cartelera de estas semanas.
lunes, 7 de julio de 2008
Hancock (Hancock - Estados Unidos - 2008)
Dirección: Peter Berg
Guión: Vincent Ngo, Vince Gilligan
Intérpretes: Will Smith, Charlize Theron, Jason Bateman, Eddie Marsan, Valerie Azlynn, Hayley Stephen Bishop
Fotografía: Tobias Schliessler
Edición: Colby Parker Jr, Paul Rubell
Música: John Powell
Duración: 92 minutos
La película partida en dos. Ya desde los avances la premisa de Hancock es la de una película que trabaja un género (las películas de superhéroes) desde un lugar distinto, más autoconsciente y políticamente incorrecto. John Hancock es un superhéroe borracho, sucio, grosero con las mujeres y no tiene ningún plan para el futuro ni un deseo altruista de hacer el bien. Bueno, algo de lo último sí lo tiene, de hecho la película va dándole vueltas al porqué del accionar del héroe; Hancock, que se lleva bastante mal con los medios y el público en general, no tiene porqué ayudar a capturar a unos ladrones de un banco que se fugan en una camioneta, sin embargo, después de que un nene muy chico se lo pida (primero bien y después bastante mal) Hancock finalmente se levanta del banquito de la vereda y sale en busca de los delincuentes. Este dilema moral, nunca subrayado y siempre dibujado con sutileza, es uno de los puntos fuertes de la primera mitad de la película.
Otro punto fuerte es el juego con las convenciones del género. Peter Berg aprovecha para darle un giro a muchos códigos de las películas de superhéroes como la pulcritud del personaje (Superman, Batman, Daredevil, Spiderman, etc, son todos personajes responsables y limpios, “aseados”) la relación que mantiene con la sociedad y con las fuerzas del orden, la galantería del héroe con la chica de turno, etc. El ritmo de esta primera mitad es muy bueno; los gags se complementan con las escenas de acción y Berg termina pergeñando uno de los mejores comienzos del año. Hasta que el primer conflicto claro se resuelve y el guión pega un volantazo para el lado de la comedia romántica y el drama de pareja (o “comedia dramática”, ese pseudo género que nadie se anima a definir bien).
En la segunda mitad el tono de Hancock cambia radicalmente, y la película se estanca cuando adhiere plenamente a lo que antes, en la primera parte, miraba con suspicacia y burla: los géneros. Esta parte ya no muestra una toma de posición crítica frente al género, sino que lo que hace es jugarse de lleno primero por la comedia de pareja y después por el drama. Hancock pierde toda la inteligencia y el ritmo que hacían de la primera parte una parodia tan efectiva, y la película se desbanda en medio de momentos de solemnidad y sacrificios gravísimos.
Es imposible no preguntarse cómo hubiera sido Hancock si la segunda parte hubiera mantenido el tono de la primera; probablemente sería una de las películas del año, porque además del trabajo con el género de superhéroes y la comedia el personaje de Will Smith es grueso, pero grueso en un sentido más bien físico, grande y torpe, sin la gracia en los movimientos (o en los diálogos, o en las ideas) de otros personajes basados en cómics como los nombrados antes. Hancock pudo haber sido uno de los tanques con más gancho y más ideas de todo el año, pero en lugar de eso termina pareciendo otro exponente acartonado de la solemnidad propia del peor cine mainstream actual.
Guión: Vincent Ngo, Vince Gilligan
Intérpretes: Will Smith, Charlize Theron, Jason Bateman, Eddie Marsan, Valerie Azlynn, Hayley Stephen Bishop
Fotografía: Tobias Schliessler
Edición: Colby Parker Jr, Paul Rubell
Música: John Powell
Duración: 92 minutos
La película partida en dos. Ya desde los avances la premisa de Hancock es la de una película que trabaja un género (las películas de superhéroes) desde un lugar distinto, más autoconsciente y políticamente incorrecto. John Hancock es un superhéroe borracho, sucio, grosero con las mujeres y no tiene ningún plan para el futuro ni un deseo altruista de hacer el bien. Bueno, algo de lo último sí lo tiene, de hecho la película va dándole vueltas al porqué del accionar del héroe; Hancock, que se lleva bastante mal con los medios y el público en general, no tiene porqué ayudar a capturar a unos ladrones de un banco que se fugan en una camioneta, sin embargo, después de que un nene muy chico se lo pida (primero bien y después bastante mal) Hancock finalmente se levanta del banquito de la vereda y sale en busca de los delincuentes. Este dilema moral, nunca subrayado y siempre dibujado con sutileza, es uno de los puntos fuertes de la primera mitad de la película.
Otro punto fuerte es el juego con las convenciones del género. Peter Berg aprovecha para darle un giro a muchos códigos de las películas de superhéroes como la pulcritud del personaje (Superman, Batman, Daredevil, Spiderman, etc, son todos personajes responsables y limpios, “aseados”) la relación que mantiene con la sociedad y con las fuerzas del orden, la galantería del héroe con la chica de turno, etc. El ritmo de esta primera mitad es muy bueno; los gags se complementan con las escenas de acción y Berg termina pergeñando uno de los mejores comienzos del año. Hasta que el primer conflicto claro se resuelve y el guión pega un volantazo para el lado de la comedia romántica y el drama de pareja (o “comedia dramática”, ese pseudo género que nadie se anima a definir bien).
En la segunda mitad el tono de Hancock cambia radicalmente, y la película se estanca cuando adhiere plenamente a lo que antes, en la primera parte, miraba con suspicacia y burla: los géneros. Esta parte ya no muestra una toma de posición crítica frente al género, sino que lo que hace es jugarse de lleno primero por la comedia de pareja y después por el drama. Hancock pierde toda la inteligencia y el ritmo que hacían de la primera parte una parodia tan efectiva, y la película se desbanda en medio de momentos de solemnidad y sacrificios gravísimos.
Es imposible no preguntarse cómo hubiera sido Hancock si la segunda parte hubiera mantenido el tono de la primera; probablemente sería una de las películas del año, porque además del trabajo con el género de superhéroes y la comedia el personaje de Will Smith es grueso, pero grueso en un sentido más bien físico, grande y torpe, sin la gracia en los movimientos (o en los diálogos, o en las ideas) de otros personajes basados en cómics como los nombrados antes. Hancock pudo haber sido uno de los tanques con más gancho y más ideas de todo el año, pero en lugar de eso termina pareciendo otro exponente acartonado de la solemnidad propia del peor cine mainstream actual.
domingo, 6 de julio de 2008
1973, un grito de corazón (Argentina - 2007)
Dirección: Liliana Mazure
Guión: Lliana Mazure
Intérpretes: Piero Anselmi, Juan Martín Otegui, Fernando Ganino, Luciano Furio, Carlos Echevarría
Fotografía: Sergio Dotta
Duración: 101 minutos
Es raro ver una película que se dedica casi exclusivamente a elogiar a una generación. No a un gobierno, un movimiento político o un grupo social, sino una generación, con toda la vastedad que esto implica. Es raro también que muchas de las personas que estuvieron ligadas de una u otra forma a los movimientos revolucionarios en los 60 y principios de los 70 casi nunca hablen de sí mismos como grupo sino como generación, sin buscar diferenciarse del resto de la juventud política y estudiantil que no compartía sus consignas o que directamente estaba en las antípodas. Parece que en los 60 solamente había obreros y estudiantes por un lado, y clase media y militares por el otro. Este es uno de los problemas de 1973, un grito de corazón, que no se pregunta con demasiada profundidad por la época y sus conflictos; apenas tiene delimitados un par de actores sociales bien diferentes, arma y apuntala desde ahí el discurso político de casi dos décadas de la vida de la Argentina. Y no está mal la elección, pero la simpleza y la chatura con que la película trata de dibujar algunos choques ideológicos hacen de 1973... un paneo demasiado rápido y superficial como para generar interés.
El otro problema son los momentos de ficción con que se ilustran los testimonios de los entrevistados. Cada escena de época deja ver los peores vicios de una puesta en escena que tiene bastante de estética publicitaria; mucho brillo lustroso, una cantidad de cámaras y de planos que más que agregar riqueza a la construcción de la escena restan dinamismo, y los diálogos y las actuaciones (sobre todo en las escenas “serias”, donde los personajes discuten y se “dan cuenta” de algo) rayan la parodia y la estupidez a cada rato. Hay momentos en que parece que se estuviera viendo una propaganda de Coca Cola ambientada en los 60.
Y para terminar, volvamos brevemente al principio del texto. 1973... toca una buena cantidad de temas: golpes militares, Perón y el pueblo que lo sigue, los grupos revolucionarios latinoamericanos, el Che y Cuba (acá hay que darle algo de crédito a Liliana Mazure por no poner ninguna imagen del cadáver del Che cuando se habla de su muerte; un lugar común esquivado oportunamente), la fuga de Trelew, el recrudecimiento de la dictadura que llegaría en el 76 (tema con el que la película no se mete de lleno), etc. Son una buena cantidad de temas; sin embargo, Mazure se las ingenia no solamente para saltar de un tema a otro muy rápidamente (hasta los testimonios están bastante cortados, lo que le da a la película un tono muy fuerte de documental para televisión) sino también para volver siempre al verdadero foco de la película; la generación de esas décadas. Repito, me parece una decisión poco común y bastante a trasmano de los documentales de este tipo, que por lo general suelen abordar distintas épocas y movimientos políticos para meterse tangencialmente con las generaciones que los sostienen, y casi nunca al revés. Lástima que 1973... no se tome el tiempo necesario para contar su historia y esté siempre pasando de un momento histórico a otro con tanta velocidad y tanta chatura en la manera de abordar los conflictos ideológicos y políticos.
Guión: Lliana Mazure
Intérpretes: Piero Anselmi, Juan Martín Otegui, Fernando Ganino, Luciano Furio, Carlos Echevarría
Fotografía: Sergio Dotta
Duración: 101 minutos
Es raro ver una película que se dedica casi exclusivamente a elogiar a una generación. No a un gobierno, un movimiento político o un grupo social, sino una generación, con toda la vastedad que esto implica. Es raro también que muchas de las personas que estuvieron ligadas de una u otra forma a los movimientos revolucionarios en los 60 y principios de los 70 casi nunca hablen de sí mismos como grupo sino como generación, sin buscar diferenciarse del resto de la juventud política y estudiantil que no compartía sus consignas o que directamente estaba en las antípodas. Parece que en los 60 solamente había obreros y estudiantes por un lado, y clase media y militares por el otro. Este es uno de los problemas de 1973, un grito de corazón, que no se pregunta con demasiada profundidad por la época y sus conflictos; apenas tiene delimitados un par de actores sociales bien diferentes, arma y apuntala desde ahí el discurso político de casi dos décadas de la vida de la Argentina. Y no está mal la elección, pero la simpleza y la chatura con que la película trata de dibujar algunos choques ideológicos hacen de 1973... un paneo demasiado rápido y superficial como para generar interés.
El otro problema son los momentos de ficción con que se ilustran los testimonios de los entrevistados. Cada escena de época deja ver los peores vicios de una puesta en escena que tiene bastante de estética publicitaria; mucho brillo lustroso, una cantidad de cámaras y de planos que más que agregar riqueza a la construcción de la escena restan dinamismo, y los diálogos y las actuaciones (sobre todo en las escenas “serias”, donde los personajes discuten y se “dan cuenta” de algo) rayan la parodia y la estupidez a cada rato. Hay momentos en que parece que se estuviera viendo una propaganda de Coca Cola ambientada en los 60.
Y para terminar, volvamos brevemente al principio del texto. 1973... toca una buena cantidad de temas: golpes militares, Perón y el pueblo que lo sigue, los grupos revolucionarios latinoamericanos, el Che y Cuba (acá hay que darle algo de crédito a Liliana Mazure por no poner ninguna imagen del cadáver del Che cuando se habla de su muerte; un lugar común esquivado oportunamente), la fuga de Trelew, el recrudecimiento de la dictadura que llegaría en el 76 (tema con el que la película no se mete de lleno), etc. Son una buena cantidad de temas; sin embargo, Mazure se las ingenia no solamente para saltar de un tema a otro muy rápidamente (hasta los testimonios están bastante cortados, lo que le da a la película un tono muy fuerte de documental para televisión) sino también para volver siempre al verdadero foco de la película; la generación de esas décadas. Repito, me parece una decisión poco común y bastante a trasmano de los documentales de este tipo, que por lo general suelen abordar distintas épocas y movimientos políticos para meterse tangencialmente con las generaciones que los sostienen, y casi nunca al revés. Lástima que 1973... no se tome el tiempo necesario para contar su historia y esté siempre pasando de un momento histórico a otro con tanta velocidad y tanta chatura en la manera de abordar los conflictos ideológicos y políticos.
viernes, 4 de julio de 2008
El fin de los tiempos (The Happening - Estados Unidos, India - 2008)
Dirección: M. Night Shyamalan
Guión: M. Night Shyamalan
Intérpretes: Mark Walhberg, Zooey Deschanel, John Leguizamo, Ashley Sanchez, Spencer Breslin, Betty Buckley
Duración: 90 minutos
Shyamalan encontró una fórmula, un conflicto y una forma de contarlo que, más allá de algunas variaciones, repite en casi todas sus películas. En este sentido, a Shyamalan le cabe muy bien el mote de autor, porque tiene un universo reconocible, una puesta en escena y una mirada del mundo personales que pueden rastrearse en toda su obra. Además, el indio escribe y produce prácticamente todas sus películas. En todo caso, el hecho de que Shyamalan pueda ser considerado un autor, más que hablar bien de él, parece dar cuenta del desgaste del término (la “inflación” de la que hablaba Godard) y de la falta de límites y alcances claros del autorismo como teoría en la actualidad. Pero esta discusión es para otro momento; por ahora quedémonos con Shyamalan autor.
El juego del miedo. Hay un conflicto que siempre se repite en las películas de Shyamalan; una comunidad que sufre una amenaza del exterior. En Señales (los extraterrestres), El protegido (los malhechores), La aldea (los monstruos falsos), La dama en el agua (el scrunt) y El fin de los tiempos (la naturaleza, las plantas), se repite siempre el mismo esquema del grupo que sufre una amenaza que viene desde afuera, que no forma parte del mismo ambiente que los personajes. Sin ponernos muy psicologistas, creo que es válido decir que Shyamalan, como muchos directores del momento, pero más que ningún otro, está maniobrando y tironeando de los miedos de una época; mejor, de una civilización y una cultura, la occidental. No es coincidencia que la primer película de Shyamalan que plantea este tipo de conflicto sea Señales, que fue estrenada en 2002 cuando empezaba el pico de paranoia terrorista en Estados Unidos y gran parte de Europa. Desde Señales a esta parte, la obra de Shyamalan, con algún que otro punto fuerte es una repetición constante de una fórmula concreta disfrazada con historias diferentes.
Shyamalan nunca entendió de sutilezas, y en EfdlT se le cayó la careta. Uno de los casos más raros e inentendibles de director pésimo que es defendido a rajatabla por la cinefilia y cierta crítica mainstream, Shyamalan pudo convencer a sus seguidores de que sus películas son sutiles y están cargadas de sensibilidad. ¿Cómo hizo esto? Principalmente a través de un solo recurso: el dejar en off algunas escenas violentas o con sangre. Cualquier momento que pudiera resultar truculento (salvo quizás por la muerte de la esposa de Mel Gibson en Señales) es rápidamente relegado al fuera de campo por Shyamalan. Y los fans del director creen que, cual máxima irreprochable, este procedimiento es sinónimo de buen gusto, de sofisticación, de inteligencia cinematográfica. Cuando en realidad este acto de no mostrar pareciera más un gesto vacío e inútil cuando menos, o de incapacidad y cobardía a lo sumo; de tanto ocultar a veces se termina escamoteando. Bueno, en EfdlT se pueden ver muertes de varias maneras distintas, incluso hay dos personajes muy jóvenes que mueren por un disparo de escopeta efectuado a unos pocos centímetros y en cámara lenta. Lo mejor de todo (o lo peor) es que las muertes son lo más divertido de la película; cuando llegada la media hora los personajes y sus problemas empiezan a aburrir, uno no puede menos que esperar con ansiedad la próxima seguidilla de muertes. Estas imágenes eran algo impensado en las películas anteriores de Shyamalan; en EfdlT no tuvo más remedio que perder esa supuesta sofisticación, o, pensándolo bien, es probable que Shyamalan esté tratando de hacerse el moderno y jugar con referencias a su propia obra (“nunca mostré nada, ahora te pongo toda la carne al asador”). Después de todo, el indio siempre apostó a construir de sí mismo una imagen de director con perfil autoconsciente, por eso aparece en todas sus películas (menos en Wide Awake) y por eso el personaje del crítico en La dama en el agua.
Y siguiendo con la cuestión de lo sutil y lo sofisticado, ¿se fijaron que todas las películas de Shyamalan están protagonizadas o coprotagonizadas por chicos muy chicos? Ya su segunda película, Wide Awake, cuenta la historia de un chico que, después de morir su abuelo, decide empezar a buscar a Dios (sí, así). El cine de Shyamalan, ¿es tan básico en los temas que trata y en la forma de abordarlos, que también tiene que recurrir al uso indiscriminado e inmoral de chicos? No quiero caer en el lugar común de citar a Truffaut diciendo que hay cosas en el cine, como los nenes o los gatitos, que en el noventa y nueve por ciento de las veces son usados para conquistar fácilmente al público, ya sea con sonrisas o lágrimas, y que son recursos que ponen en evidencia al realizador en todo su miserabilismo. Pero sí, se me viene a la cabeza esa idea de Truffaut, y pienso en la cantidad de primeros planos que escudriñan a más no poder la cara de Ashlyn Sanchez, la nena de turno en EfdlT. Y también pienso que, a medida que pasa el tiempo y las películas, Shyamalan es cada vez más un director nefasto, y sus películas, además de feas, torpes y aburridas, son cada día más aborrecibles.
PD: Este texto iba a ser una crítica de EfdlT, pero la película me pareció tan poco interesante para escribir que la crítica terminó siendo una excusa para pegarle a Shyamalan.
PD2: tan grosero son los guiones de Shyamalan que Elliot Moore, el personaje de Mark Wahlberg en EfdlT, un científico y profesor de ciencias naturales, dice en uno de sus primeros diálogos que “hay misterios de la naturaleza que nunca llegaremos a comprender...”.
PD3: me tomo el atrevimiento de pegar un comentario de un espectador sobre la película que hay en el sitio de La Nación, después de la “crítica” de Adolfo C. Martínez:
shyamalan no hace películas de terror, expresa principios espirituales. A los seguidores de él, lo van a entender... a los demas, vayan a ver "el dia despues de mañana", saludos
PD4: Sexto sentido es defendible, El protegido es una gran película. Las dos son anteriores a Señales.
Guión: M. Night Shyamalan
Intérpretes: Mark Walhberg, Zooey Deschanel, John Leguizamo, Ashley Sanchez, Spencer Breslin, Betty Buckley
Duración: 90 minutos
Shyamalan encontró una fórmula, un conflicto y una forma de contarlo que, más allá de algunas variaciones, repite en casi todas sus películas. En este sentido, a Shyamalan le cabe muy bien el mote de autor, porque tiene un universo reconocible, una puesta en escena y una mirada del mundo personales que pueden rastrearse en toda su obra. Además, el indio escribe y produce prácticamente todas sus películas. En todo caso, el hecho de que Shyamalan pueda ser considerado un autor, más que hablar bien de él, parece dar cuenta del desgaste del término (la “inflación” de la que hablaba Godard) y de la falta de límites y alcances claros del autorismo como teoría en la actualidad. Pero esta discusión es para otro momento; por ahora quedémonos con Shyamalan autor.
El juego del miedo. Hay un conflicto que siempre se repite en las películas de Shyamalan; una comunidad que sufre una amenaza del exterior. En Señales (los extraterrestres), El protegido (los malhechores), La aldea (los monstruos falsos), La dama en el agua (el scrunt) y El fin de los tiempos (la naturaleza, las plantas), se repite siempre el mismo esquema del grupo que sufre una amenaza que viene desde afuera, que no forma parte del mismo ambiente que los personajes. Sin ponernos muy psicologistas, creo que es válido decir que Shyamalan, como muchos directores del momento, pero más que ningún otro, está maniobrando y tironeando de los miedos de una época; mejor, de una civilización y una cultura, la occidental. No es coincidencia que la primer película de Shyamalan que plantea este tipo de conflicto sea Señales, que fue estrenada en 2002 cuando empezaba el pico de paranoia terrorista en Estados Unidos y gran parte de Europa. Desde Señales a esta parte, la obra de Shyamalan, con algún que otro punto fuerte es una repetición constante de una fórmula concreta disfrazada con historias diferentes.
Shyamalan nunca entendió de sutilezas, y en EfdlT se le cayó la careta. Uno de los casos más raros e inentendibles de director pésimo que es defendido a rajatabla por la cinefilia y cierta crítica mainstream, Shyamalan pudo convencer a sus seguidores de que sus películas son sutiles y están cargadas de sensibilidad. ¿Cómo hizo esto? Principalmente a través de un solo recurso: el dejar en off algunas escenas violentas o con sangre. Cualquier momento que pudiera resultar truculento (salvo quizás por la muerte de la esposa de Mel Gibson en Señales) es rápidamente relegado al fuera de campo por Shyamalan. Y los fans del director creen que, cual máxima irreprochable, este procedimiento es sinónimo de buen gusto, de sofisticación, de inteligencia cinematográfica. Cuando en realidad este acto de no mostrar pareciera más un gesto vacío e inútil cuando menos, o de incapacidad y cobardía a lo sumo; de tanto ocultar a veces se termina escamoteando. Bueno, en EfdlT se pueden ver muertes de varias maneras distintas, incluso hay dos personajes muy jóvenes que mueren por un disparo de escopeta efectuado a unos pocos centímetros y en cámara lenta. Lo mejor de todo (o lo peor) es que las muertes son lo más divertido de la película; cuando llegada la media hora los personajes y sus problemas empiezan a aburrir, uno no puede menos que esperar con ansiedad la próxima seguidilla de muertes. Estas imágenes eran algo impensado en las películas anteriores de Shyamalan; en EfdlT no tuvo más remedio que perder esa supuesta sofisticación, o, pensándolo bien, es probable que Shyamalan esté tratando de hacerse el moderno y jugar con referencias a su propia obra (“nunca mostré nada, ahora te pongo toda la carne al asador”). Después de todo, el indio siempre apostó a construir de sí mismo una imagen de director con perfil autoconsciente, por eso aparece en todas sus películas (menos en Wide Awake) y por eso el personaje del crítico en La dama en el agua.
Y siguiendo con la cuestión de lo sutil y lo sofisticado, ¿se fijaron que todas las películas de Shyamalan están protagonizadas o coprotagonizadas por chicos muy chicos? Ya su segunda película, Wide Awake, cuenta la historia de un chico que, después de morir su abuelo, decide empezar a buscar a Dios (sí, así). El cine de Shyamalan, ¿es tan básico en los temas que trata y en la forma de abordarlos, que también tiene que recurrir al uso indiscriminado e inmoral de chicos? No quiero caer en el lugar común de citar a Truffaut diciendo que hay cosas en el cine, como los nenes o los gatitos, que en el noventa y nueve por ciento de las veces son usados para conquistar fácilmente al público, ya sea con sonrisas o lágrimas, y que son recursos que ponen en evidencia al realizador en todo su miserabilismo. Pero sí, se me viene a la cabeza esa idea de Truffaut, y pienso en la cantidad de primeros planos que escudriñan a más no poder la cara de Ashlyn Sanchez, la nena de turno en EfdlT. Y también pienso que, a medida que pasa el tiempo y las películas, Shyamalan es cada vez más un director nefasto, y sus películas, además de feas, torpes y aburridas, son cada día más aborrecibles.
PD: Este texto iba a ser una crítica de EfdlT, pero la película me pareció tan poco interesante para escribir que la crítica terminó siendo una excusa para pegarle a Shyamalan.
PD2: tan grosero son los guiones de Shyamalan que Elliot Moore, el personaje de Mark Wahlberg en EfdlT, un científico y profesor de ciencias naturales, dice en uno de sus primeros diálogos que “hay misterios de la naturaleza que nunca llegaremos a comprender...”.
PD3: me tomo el atrevimiento de pegar un comentario de un espectador sobre la película que hay en el sitio de La Nación, después de la “crítica” de Adolfo C. Martínez:
shyamalan no hace películas de terror, expresa principios espirituales. A los seguidores de él, lo van a entender... a los demas, vayan a ver "el dia despues de mañana", saludos
PD4: Sexto sentido es defendible, El protegido es una gran película. Las dos son anteriores a Señales.
miércoles, 2 de julio de 2008
Café de los maestros (Argentina, Brasil, Estados Unidos - 2008)
Dirección: Miguel Kohan
Guión: Tom Astle, Matt Ember
Intérpretes: Mariano Mores, Leopoldo Federico, Ernesto Baffa, Atilio Stampone, Emilio Balcarce, José Libertella, Virginia Luque, Alberto Podestá, Lágrima Ríos, Horacio Salgán.
Duración: 91 minutos
(Tuve que poner el afiche que hay en cinesargentinos.com porque no encontré otro)
Lugares comunes. El tango es un tema. En los medios, en el imaginario nacional, en el cine. Parece que no se puede hablar mal del tango; sería como hablar mal de San Martin o la bandera. A lo sumo, algún porfiado puede animarse de tanto en tanto a pegarle a Piazzola, pero en ese caso no estamos ante un crítico del tango, sino más bien ante un seguidor del tango de antaño que solamente gusta de los clásicos, de lo viejo (“Piazzola no es tango”, un leitmotiv ya muy frecuentado). Tampoco puede desligarse el tango de una serie de clichés que son verdaderos lugares comunes: Buenos Aires, la calle Corrientes, la Boca, los cafés. O de un conjunto de ideas que son motivos recurrentes dentro del tango; no solamente en las letras, sino en el contexto que rodea al género. El barrio, el cabaret, las mujeres (siempre madres o prostitutas), el duelo, el juego, la nostalgia. El tango es un tema (o varios, en todo caso).
Café de los maestros cae una y otra vez en estos clichés y siempre de forma acrítica, sin reflexionar sobre nada. Algunos momentos están más logrados que otros; por ejemplo, cuando tangueros como Ernesto Baffa hablan de prostitutas y de cabarets y de cómo el tango pertenece a ese ambiente, es algo que funciona muy bien dentro de la película. Ahora, los planos de Buenos Aires repartidos por toda la película, insertados en cualquier momento y de cualquier forma, no hacen más que recordar la peor cara del tango; los lugares comunes, el costado for export de la música. La adhesión de la película a todos los clichés posibles es el peor lastre de Café de los maestros.
Por una cabeza. Además, la película tiene algunos problemas que terminan arruinando un poco el resultado final. Uno (menor) es Santaolalla, que se lo ve forzadísimo e impostado tratando de compartir los códigos de los tangueros. Otro (muy grave) es la elección de dedicarle muy poco tiempo al concierto homónimo que se dio en el Colón algunos años atrás, en favor de los testimonios individuales y la grabación del disco doble. El concierto llega sobre el final, muy ajustado, y con tan poco tiempo que, después de escuchar una o dos canciones enteras (momentos de una majestuosidad musical increíble, potenciado todo por la gran calidad de sonido de la película) empiezan los cortes abruptos, cada artista está en escena apenas unos segundos, y la película termina enseguida. ¿En qué cabeza cabe que alguien prefiera dedicarle tanto tiempo a los planos bonitos y siempre con un dejo nostálgico de Buenos Aires, que no aportan nada y sin duda empobrecen bastante a la película, que dejar más tiempo a los músicos tocando en vivo, con todo el deleite y la fiesta que es ver (y escuchar) a esos tipos con una orquesta gigantesca de esas que ya no hay? El tango es un tema; parece que en cine también.
Ojalá se estrenara una película exclusivamente sobre el concierto en el Colón.
Guión: Tom Astle, Matt Ember
Intérpretes: Mariano Mores, Leopoldo Federico, Ernesto Baffa, Atilio Stampone, Emilio Balcarce, José Libertella, Virginia Luque, Alberto Podestá, Lágrima Ríos, Horacio Salgán.
Duración: 91 minutos
(Tuve que poner el afiche que hay en cinesargentinos.com porque no encontré otro)
Lugares comunes. El tango es un tema. En los medios, en el imaginario nacional, en el cine. Parece que no se puede hablar mal del tango; sería como hablar mal de San Martin o la bandera. A lo sumo, algún porfiado puede animarse de tanto en tanto a pegarle a Piazzola, pero en ese caso no estamos ante un crítico del tango, sino más bien ante un seguidor del tango de antaño que solamente gusta de los clásicos, de lo viejo (“Piazzola no es tango”, un leitmotiv ya muy frecuentado). Tampoco puede desligarse el tango de una serie de clichés que son verdaderos lugares comunes: Buenos Aires, la calle Corrientes, la Boca, los cafés. O de un conjunto de ideas que son motivos recurrentes dentro del tango; no solamente en las letras, sino en el contexto que rodea al género. El barrio, el cabaret, las mujeres (siempre madres o prostitutas), el duelo, el juego, la nostalgia. El tango es un tema (o varios, en todo caso).
Café de los maestros cae una y otra vez en estos clichés y siempre de forma acrítica, sin reflexionar sobre nada. Algunos momentos están más logrados que otros; por ejemplo, cuando tangueros como Ernesto Baffa hablan de prostitutas y de cabarets y de cómo el tango pertenece a ese ambiente, es algo que funciona muy bien dentro de la película. Ahora, los planos de Buenos Aires repartidos por toda la película, insertados en cualquier momento y de cualquier forma, no hacen más que recordar la peor cara del tango; los lugares comunes, el costado for export de la música. La adhesión de la película a todos los clichés posibles es el peor lastre de Café de los maestros.
Por una cabeza. Además, la película tiene algunos problemas que terminan arruinando un poco el resultado final. Uno (menor) es Santaolalla, que se lo ve forzadísimo e impostado tratando de compartir los códigos de los tangueros. Otro (muy grave) es la elección de dedicarle muy poco tiempo al concierto homónimo que se dio en el Colón algunos años atrás, en favor de los testimonios individuales y la grabación del disco doble. El concierto llega sobre el final, muy ajustado, y con tan poco tiempo que, después de escuchar una o dos canciones enteras (momentos de una majestuosidad musical increíble, potenciado todo por la gran calidad de sonido de la película) empiezan los cortes abruptos, cada artista está en escena apenas unos segundos, y la película termina enseguida. ¿En qué cabeza cabe que alguien prefiera dedicarle tanto tiempo a los planos bonitos y siempre con un dejo nostálgico de Buenos Aires, que no aportan nada y sin duda empobrecen bastante a la película, que dejar más tiempo a los músicos tocando en vivo, con todo el deleite y la fiesta que es ver (y escuchar) a esos tipos con una orquesta gigantesca de esas que ya no hay? El tango es un tema; parece que en cine también.
Ojalá se estrenara una película exclusivamente sobre el concierto en el Colón.
viernes, 27 de junio de 2008
El Super Agente 86 (Get Smart - Estados Unidos - 2008)
Dirección: Peter Segal
Guión: Tom Astle, Matt Ember
Intérpretes: Steve Carell, Anne Hathaway, Dwayne Johnson, Alan Arkin, Terence Stamp, James Caan, Bill Murray, Kevin Nealon, Patrick Warbuton
Música: Trevor Rabin
Duración: 110 minutos
Cine en serie. A medida que pasa el tiempo se vuelve cada vez más acuciante la necesidad de personajes que sufre el cine estadounidense desde hace más o menos una década. Las adaptaciones de cómics y videojuegos, de literatura fantástica infantil, de series, las secuelas de sagas ya terminadas hace tiempo o las remakes, son el síntoma más evidente de la carencia de historias y personajes sólidos que tiene la industria norteamericana. Y la práctica cada vez más frecuente de ampliar cualquier película exitosa con varias secuelas (por lo general, trilogías) no hace más que empeorar las cosas; los pocos personajes más o menos consistentes que surgieron del cine o fueron adaptados para cine en los últimos diez años (Jack Sparrow, Harry Potter, algunos de Matrix, etc) son sobreexplotados rápidamente, en pocos años y varias películas, y los personajes terminan aburriendo y dejando de interesar. Lo mismo pasa con las adaptaciones, ya sea de cómics, videojuegos o con las nuevas secuelas; en la gran mayoría de los casos no hay un acercamiento reflexivo a los personajes, sino que la operación siempre es la misma: explotar, rápido y al máximo. Exprimir las historias y los universos. Incluso un puñado de muy buenas películas recientes, como Rambo, Rocky Balboa o Duro de Matar 4.0, no dejan de ser productos de esta cadena de producción. Y el problema es que esta tendencia es cada vez más marcada, o sea que el reflote de personajes e historias es algo recurrente y la explotación cada vez más veloz, lo que da un mercado del cine saturado de adaptaciones y secuelas que van dejando el lugar alternativamente la una a la otra, constantemente. En este contexto, El Super Agente 86 no es ninguna excepción, sino que como Los duques de Hazzard, Starsky y Hutch, Meteoro, Los Ángeles de Charlie, Hulk (que pertenece tanto al universo del cómic como al televisivo) y un largo etc, es apenas una película más perdida en el mar de adaptaciones y revivals que es hoy el cine estadounidense.
Cuando vi El Super Agente 86 no la miré comparándola todo el tiempo con la serie. En particular, me parece que esa visión reduce mucho las posibilidades de una película, porque todo termina dependiendo de que tan “fielmente” se trasladó al cine la historia original. Y es que a veces es mucho más útil pensar a las adaptaciones como un todo único, ya no dependiente de un producto de otro medio entre los que se abren veinte o por ahí treinta años de distancia (la serie de televisión es del 65). Pasa con Miami Vice, los fans recalcitrantes de la serie ven a la película como una traición a los personajes y universo del original; sin embargo, la película de Michael Mann fue uno de los mejores estrenos del 2007, en especial porque no se inscribía en la línea berreta de las adaptaciones de series exitosas de los 70 y 80. Sin embargo, y aunque no estoy del todo de acuerdo con este punto de vista, algunas de las adaptaciones más nuevas no pueden pensarse desligadas del universo original, porque apenas se corren de ese universo empiezan a tener problemas. Es lo que pasa con El Super Agente 86, que por ahí por su falta de espesor, de textura, por su debilidad narrativa e ideológica, es una película que ni bien se sale un poco de los límites de la serie, fracasa miserablemente. En este sentido, el comienzo es lo mejor de toda la película, porque hay una mirada actual (y digo actual también por el uso marcado de CGI) e inteligente de uno de los momentos más recordados de la serie, el principio. El recorrido de Maxwell Smart por el pasillo largo de puertas automáticas permite un juego muy rico con el espíritu de la serie, las posibilidades del cine hoy y el humor físico de Steve Carell. También el sonido juega un papel fundamental en esta escena: la melodía original aparece en todo su esplendor, filtrada y a la vez potenciada por el estruendo de una distorsión bastante rockera y por los sistemas de sonidos más modernos de la actualidad. El comienzo de El Super Agente 86 es redondo, cierra por todas partes, pero todo esto dura apenas un par de minutos, porque cuando el guión arranca con la historia, efectivamente, la película se desbanda en pocas escenas y se pierde en el toma y daca de “fidelidades”, de respeto y trastoque de personajes y elementos originales.
La enorme cantidad de personajes secundarios y cameos (la mayoría desaprovechados) son la mejor muestra de los problemas que tiene la película a la hora de construir gags. Una gran cantidad de chistes recaen exclusivamente sobre estos personajes porque la dupla de Carell y Anne Hathaway no alcanza para mantener el interés durante toda la historia, ni como pareja cómica ni como romántica (a diferencia de Don Adams y Barbara Feldon, que siempre sabían tensar alguna línea romántica entre ellos). Y si bien hay algunos de los gags Carell que son muy buenos (no más de diez, y casi todos estaban en los avances) el resto siempre parecen forzados y nunca salen de la referencia a la serie y del guiño fácil al espectador.
Pienso en todo lo que podría haber sido El Super Agente 86: una película que replanteara desde una mirada contemporánea el conflicto de la Guerra Fría que ya estaba parodiado en la serie (algo que sí se animó a hacer, y con bastante lucidez, Duro de Matar 4.0); un vehículo para que Carell (sin co-protagonistas ni secundarios) demuestre por qué es hoy, todavía más que Ben Stiller, Will Ferrel, Jack Black o Adam Sandler, el cómico que va a marcar los nuevos límites y alcances de la comedia norteamericana en el futuro; o un homenaje a la serie, mejor construido y más “fiel” al espíritu del original (a pesar de que esta última posibilidad me importa muy poco). La película que es El Super Agente 86 no solamente no se parece a ninguna de estas películas posibles, sino que además sufre todos los males típicos de la tendencia a la adaptación de la que hablábamos al principio, y como tal la película está formateada de acuerdo a la media industrial, o sea, que no presenta particularidades, no tiene nada que no tenga Spiderman 3, las dos últimas Los piratas del Caribe o Transformers, por nombrar alguna. El Super Agente 86, como las ya mencionadas y el resto de la misma calaña, de tan parecidas que son entre sí y de tan formateadas que están, más que películas industriales del montón, son el síntoma más fuerte de lo difícil que es hoy en día para el cine estadounidense contar una buena historia.
Guión: Tom Astle, Matt Ember
Intérpretes: Steve Carell, Anne Hathaway, Dwayne Johnson, Alan Arkin, Terence Stamp, James Caan, Bill Murray, Kevin Nealon, Patrick Warbuton
Música: Trevor Rabin
Duración: 110 minutos
Cine en serie. A medida que pasa el tiempo se vuelve cada vez más acuciante la necesidad de personajes que sufre el cine estadounidense desde hace más o menos una década. Las adaptaciones de cómics y videojuegos, de literatura fantástica infantil, de series, las secuelas de sagas ya terminadas hace tiempo o las remakes, son el síntoma más evidente de la carencia de historias y personajes sólidos que tiene la industria norteamericana. Y la práctica cada vez más frecuente de ampliar cualquier película exitosa con varias secuelas (por lo general, trilogías) no hace más que empeorar las cosas; los pocos personajes más o menos consistentes que surgieron del cine o fueron adaptados para cine en los últimos diez años (Jack Sparrow, Harry Potter, algunos de Matrix, etc) son sobreexplotados rápidamente, en pocos años y varias películas, y los personajes terminan aburriendo y dejando de interesar. Lo mismo pasa con las adaptaciones, ya sea de cómics, videojuegos o con las nuevas secuelas; en la gran mayoría de los casos no hay un acercamiento reflexivo a los personajes, sino que la operación siempre es la misma: explotar, rápido y al máximo. Exprimir las historias y los universos. Incluso un puñado de muy buenas películas recientes, como Rambo, Rocky Balboa o Duro de Matar 4.0, no dejan de ser productos de esta cadena de producción. Y el problema es que esta tendencia es cada vez más marcada, o sea que el reflote de personajes e historias es algo recurrente y la explotación cada vez más veloz, lo que da un mercado del cine saturado de adaptaciones y secuelas que van dejando el lugar alternativamente la una a la otra, constantemente. En este contexto, El Super Agente 86 no es ninguna excepción, sino que como Los duques de Hazzard, Starsky y Hutch, Meteoro, Los Ángeles de Charlie, Hulk (que pertenece tanto al universo del cómic como al televisivo) y un largo etc, es apenas una película más perdida en el mar de adaptaciones y revivals que es hoy el cine estadounidense.
Cuando vi El Super Agente 86 no la miré comparándola todo el tiempo con la serie. En particular, me parece que esa visión reduce mucho las posibilidades de una película, porque todo termina dependiendo de que tan “fielmente” se trasladó al cine la historia original. Y es que a veces es mucho más útil pensar a las adaptaciones como un todo único, ya no dependiente de un producto de otro medio entre los que se abren veinte o por ahí treinta años de distancia (la serie de televisión es del 65). Pasa con Miami Vice, los fans recalcitrantes de la serie ven a la película como una traición a los personajes y universo del original; sin embargo, la película de Michael Mann fue uno de los mejores estrenos del 2007, en especial porque no se inscribía en la línea berreta de las adaptaciones de series exitosas de los 70 y 80. Sin embargo, y aunque no estoy del todo de acuerdo con este punto de vista, algunas de las adaptaciones más nuevas no pueden pensarse desligadas del universo original, porque apenas se corren de ese universo empiezan a tener problemas. Es lo que pasa con El Super Agente 86, que por ahí por su falta de espesor, de textura, por su debilidad narrativa e ideológica, es una película que ni bien se sale un poco de los límites de la serie, fracasa miserablemente. En este sentido, el comienzo es lo mejor de toda la película, porque hay una mirada actual (y digo actual también por el uso marcado de CGI) e inteligente de uno de los momentos más recordados de la serie, el principio. El recorrido de Maxwell Smart por el pasillo largo de puertas automáticas permite un juego muy rico con el espíritu de la serie, las posibilidades del cine hoy y el humor físico de Steve Carell. También el sonido juega un papel fundamental en esta escena: la melodía original aparece en todo su esplendor, filtrada y a la vez potenciada por el estruendo de una distorsión bastante rockera y por los sistemas de sonidos más modernos de la actualidad. El comienzo de El Super Agente 86 es redondo, cierra por todas partes, pero todo esto dura apenas un par de minutos, porque cuando el guión arranca con la historia, efectivamente, la película se desbanda en pocas escenas y se pierde en el toma y daca de “fidelidades”, de respeto y trastoque de personajes y elementos originales.
La enorme cantidad de personajes secundarios y cameos (la mayoría desaprovechados) son la mejor muestra de los problemas que tiene la película a la hora de construir gags. Una gran cantidad de chistes recaen exclusivamente sobre estos personajes porque la dupla de Carell y Anne Hathaway no alcanza para mantener el interés durante toda la historia, ni como pareja cómica ni como romántica (a diferencia de Don Adams y Barbara Feldon, que siempre sabían tensar alguna línea romántica entre ellos). Y si bien hay algunos de los gags Carell que son muy buenos (no más de diez, y casi todos estaban en los avances) el resto siempre parecen forzados y nunca salen de la referencia a la serie y del guiño fácil al espectador.
Pienso en todo lo que podría haber sido El Super Agente 86: una película que replanteara desde una mirada contemporánea el conflicto de la Guerra Fría que ya estaba parodiado en la serie (algo que sí se animó a hacer, y con bastante lucidez, Duro de Matar 4.0); un vehículo para que Carell (sin co-protagonistas ni secundarios) demuestre por qué es hoy, todavía más que Ben Stiller, Will Ferrel, Jack Black o Adam Sandler, el cómico que va a marcar los nuevos límites y alcances de la comedia norteamericana en el futuro; o un homenaje a la serie, mejor construido y más “fiel” al espíritu del original (a pesar de que esta última posibilidad me importa muy poco). La película que es El Super Agente 86 no solamente no se parece a ninguna de estas películas posibles, sino que además sufre todos los males típicos de la tendencia a la adaptación de la que hablábamos al principio, y como tal la película está formateada de acuerdo a la media industrial, o sea, que no presenta particularidades, no tiene nada que no tenga Spiderman 3, las dos últimas Los piratas del Caribe o Transformers, por nombrar alguna. El Super Agente 86, como las ya mencionadas y el resto de la misma calaña, de tan parecidas que son entre sí y de tan formateadas que están, más que películas industriales del montón, son el síntoma más fuerte de lo difícil que es hoy en día para el cine estadounidense contar una buena historia.
martes, 24 de junio de 2008
La niebla (The Mist - Estados Unidos - 2007)
Dirección: Frank Darabont
Guión: Frank Darabont
Intérpretes: Thomas Jane, Marcia Gay Harden, Laurie Holden, Andre Braugher, Toby Jones, Willliam Sadler
Música: Mark Isham
Duración: 126 minutos
Ver La niebla no me dió muchas ganas de escribir. En general no me gustó demasiado, pero después de ver el tratamiento que se le brindó en varios medios gráficos y de internet, me pareció interesante intentar pensar, aunque sea muy superficialmente, el porqué de ese tratamiento. La mayoría de las críticas que pude leer (sobre todo de Clarin, La Nación y Otros Cines) se limitaron a reducir la película a un mero estudio socio-psico-antropológico o algo por el estilo (Miguel Frías habló de “geopatologías”) con mayor o menor éxito, dependiendo del crítico. Otro fue el caso de Leonardo D´Espósito, que desde su blog y con una buena crítica (aunque no comparto varias ideas) esquivó el camino más fácil trazado por los otros medios y habló un poco más de industria e ideología. Pero tampoco D´Espósito abordó la película desde la mirada que, para mi, hay que adoptar para poder leer más o menos correctamente La niebla. Y para nada quiero investirme de ninguna originalidad ni mucho menos; es más, me parece que mi propuesta es todavía más simple y salta más rápido a la vista que las otras.
Parte de que los medios, salvo excepciones, se hayan sacado de encima a la película con tanta facilidad, tiene que ver con que La niebla es una película que complica al espectador. Pareciera que Frank Darabont se dedica, autoconciencia mediante, a jugar deliberadamente con las espectativas del público, sobre todo en el manejo de algunas convenciones genéricas. Esto es algo que se pone de manifiesto de forma muy grosera en la primera escena de gore: un grupo de personajes tiene que atravesar una puerta para activar una luz de emergencia, pero para hacerlo deben salir y exponerse al peligro desconocido de la niebla. Un personaje joven dice que él lo va hacer, inmediatamente otros dos (dos protagonistas, Thomas Jane y Toby Jones) se oponen, diciendo que el peligro es demasiado, pero están los dos personajes restantes que empiezan a instar y a desafiar al chico a que salga, y el contraste entre los que quieren ayudarlo y están preocupados por lo que puede pasarle (Jane y Jones) con los que no les importa nada y solamente quieren reirse un rato y llevar la contra al resto (los otros dos) es tan grueso y tan notorio que la escena parece escrita por el peor y más torpe de los guionistas. Obviamente el chico sale y termina siendo asesinado por unos tentáculos gigantes, Jane golpea al que lo animó a hacerlo y todo queda en nada.
Esta no es la única escena en la que la película opera de forma tosca, pero sirve de ejemplo para explicar la relación que la película entabla con el género y con el público. Darabont está constantemente forzando los códigos genéricos como las situaciones tensas y los conflictos entre personajes buenos y malos, y a medida que avanza la película, el mal sabor de boca de la escena descripta arriba empieza a desaparecer y a convertirse en otra cosa. En mi caso, la película me distanció mucho y pasé gran parte del tiempo riéndome, a veces a carcajadas; supe de otras personas que, al contrario, se enojaron bastante con ese alejamiento que les generó la película. Pero, resumiendo, el tema es que La niebla genera algo, no se bien qué será, ni tengo del todo claro por qué, pero es una película incómoda, molesta, incompatible con un análisis promedio. Esa cuestión del distanciamiento va a ser todavía más evidente en dos escenas más en especial: cuando un personaje central sea baleado (prácticamente por la película, más que por otro personaje) y en el final, probablemente la gran escena cómica del año, con un plano cenital que parodia, casi explícitamente, al plano horrible de Río místico con Sean Penn gritando al cielo.
Para ir terminando, habría que ver qué se hace con esa a medias complicidad y a medias cancherismo de la película. A mi no me gusta para nada, aunque reconozco que el caradurismo de Darabont no se parece al de otros directores oxidados como Tarantino; el de Darabont es un gesto de conciencia pero nunca complaciente, más que al guiño apunta a incomodar, a desestabilizar la relación entre película y género (y público, obvio). Y por eso creo que la mayoría de críticas de La niebla erraron en su mirada justamente porque no se fijaron en esto, porque leyeron la película literalmente y no quisieron prestarle atención a su funcionamiento complicado y atípico. Y el problema es que el engranaje genérico es lo que define a La niebla, lo que la separa de muchos otros exponentes del género, ya sean mejores o peores. La niebla es una de esas películas del montón, sin demasiada importancia, pero que hay ir que ver.
Guión: Frank Darabont
Intérpretes: Thomas Jane, Marcia Gay Harden, Laurie Holden, Andre Braugher, Toby Jones, Willliam Sadler
Música: Mark Isham
Duración: 126 minutos
Ver La niebla no me dió muchas ganas de escribir. En general no me gustó demasiado, pero después de ver el tratamiento que se le brindó en varios medios gráficos y de internet, me pareció interesante intentar pensar, aunque sea muy superficialmente, el porqué de ese tratamiento. La mayoría de las críticas que pude leer (sobre todo de Clarin, La Nación y Otros Cines) se limitaron a reducir la película a un mero estudio socio-psico-antropológico o algo por el estilo (Miguel Frías habló de “geopatologías”) con mayor o menor éxito, dependiendo del crítico. Otro fue el caso de Leonardo D´Espósito, que desde su blog y con una buena crítica (aunque no comparto varias ideas) esquivó el camino más fácil trazado por los otros medios y habló un poco más de industria e ideología. Pero tampoco D´Espósito abordó la película desde la mirada que, para mi, hay que adoptar para poder leer más o menos correctamente La niebla. Y para nada quiero investirme de ninguna originalidad ni mucho menos; es más, me parece que mi propuesta es todavía más simple y salta más rápido a la vista que las otras.
Parte de que los medios, salvo excepciones, se hayan sacado de encima a la película con tanta facilidad, tiene que ver con que La niebla es una película que complica al espectador. Pareciera que Frank Darabont se dedica, autoconciencia mediante, a jugar deliberadamente con las espectativas del público, sobre todo en el manejo de algunas convenciones genéricas. Esto es algo que se pone de manifiesto de forma muy grosera en la primera escena de gore: un grupo de personajes tiene que atravesar una puerta para activar una luz de emergencia, pero para hacerlo deben salir y exponerse al peligro desconocido de la niebla. Un personaje joven dice que él lo va hacer, inmediatamente otros dos (dos protagonistas, Thomas Jane y Toby Jones) se oponen, diciendo que el peligro es demasiado, pero están los dos personajes restantes que empiezan a instar y a desafiar al chico a que salga, y el contraste entre los que quieren ayudarlo y están preocupados por lo que puede pasarle (Jane y Jones) con los que no les importa nada y solamente quieren reirse un rato y llevar la contra al resto (los otros dos) es tan grueso y tan notorio que la escena parece escrita por el peor y más torpe de los guionistas. Obviamente el chico sale y termina siendo asesinado por unos tentáculos gigantes, Jane golpea al que lo animó a hacerlo y todo queda en nada.
Esta no es la única escena en la que la película opera de forma tosca, pero sirve de ejemplo para explicar la relación que la película entabla con el género y con el público. Darabont está constantemente forzando los códigos genéricos como las situaciones tensas y los conflictos entre personajes buenos y malos, y a medida que avanza la película, el mal sabor de boca de la escena descripta arriba empieza a desaparecer y a convertirse en otra cosa. En mi caso, la película me distanció mucho y pasé gran parte del tiempo riéndome, a veces a carcajadas; supe de otras personas que, al contrario, se enojaron bastante con ese alejamiento que les generó la película. Pero, resumiendo, el tema es que La niebla genera algo, no se bien qué será, ni tengo del todo claro por qué, pero es una película incómoda, molesta, incompatible con un análisis promedio. Esa cuestión del distanciamiento va a ser todavía más evidente en dos escenas más en especial: cuando un personaje central sea baleado (prácticamente por la película, más que por otro personaje) y en el final, probablemente la gran escena cómica del año, con un plano cenital que parodia, casi explícitamente, al plano horrible de Río místico con Sean Penn gritando al cielo.
Para ir terminando, habría que ver qué se hace con esa a medias complicidad y a medias cancherismo de la película. A mi no me gusta para nada, aunque reconozco que el caradurismo de Darabont no se parece al de otros directores oxidados como Tarantino; el de Darabont es un gesto de conciencia pero nunca complaciente, más que al guiño apunta a incomodar, a desestabilizar la relación entre película y género (y público, obvio). Y por eso creo que la mayoría de críticas de La niebla erraron en su mirada justamente porque no se fijaron en esto, porque leyeron la película literalmente y no quisieron prestarle atención a su funcionamiento complicado y atípico. Y el problema es que el engranaje genérico es lo que define a La niebla, lo que la separa de muchos otros exponentes del género, ya sean mejores o peores. La niebla es una de esas películas del montón, sin demasiada importancia, pero que hay ir que ver.
jueves, 19 de junio de 2008
Aniceto (Argentina - 2008)
Dirección: Leonardo Favio
Guión: Leonardo Favio y Jorge Zuhair Jury
Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldoni
Música: Iván Wyszogrod
Duración: 84 minutos
Apuntes para una crítica. En Aniceto hay baile y música, pero Favio rompe con dos convenciones centrales del género musical y de danza: la tensión sexual no se sublima en la danza porque los personajes efectivamente tienen sexo, y las coreografías muchas veces son independientes de las canciones. O sea que Aniceto no es un musical de Favio, sino una película de Favio con música y danza.
Los estallidos de poesía típicos de Favio están un poco calculados: por momentos se ven los hilos de algunos planos, canciones y diálogos. Así y todo Favio sigue siendo el estilista más fantástico y desvergonzado del cine argentino.
Me contaron que en una entrevista Favio dijo que en ésta película quería agregar "algo de arte", incorporando un poco de pintura y ballet. No sé con qué sentido lo habrá dicho. Nota: no darle demasiada bolilla a los directores cuando hablan de sus películas.
Igual que en su obra anterior Favio sigue inyectando a sus películas de narración, de historias y personajes. Y sus personajes son vitales y apasionados y por eso viven amores imposibles y mueren trágicamente. Algunos, como Juan Moreira, no mueren, quedan suspendidos en la agonía de un último plano que nunca se consuma. Otros, como éste Aniceto, agonizan incansablemente durante planos larguísimos.
La única película que me falta ver de Favio es Romance del Aniceto y la Francisca, y por eso me abstengo de hacer comparaciones. Nota: Gatica, el “mono” es la mejor, Soñar, soñar es la que más me gusta y Juan Moreira es la más épica.
Se nota que Hernán Piquín tiene una cara que fascina a Favio; el director le dedica una gran cantidad de planos largos y se regodea en los movimientos de su cabeza, en sus miradas hacia fuera del cuadro y su gesto de arrabal.
Favio también sigue siendo el musicalizador más ecléctico y arriesgado del cine argentino. En Aniceto se escuchan los acordes magníficamente estridentes de Iván Wyszogrod con ecos bastante gatiquianos al lado de dos canciones tocadas por los Wawancó y de Canaro en París. Nota: La burrita tiene la letra más obscenamente pegadiza de la historia de la música.
Favio podrá no ser ya un provocador como antes, pero al menos es uno de los pocos directores argentinos que no sólo se aleja del naturalismo, sino que constantemente trata de extrañar el mundo con su cine. A través de bailes y canciones, diálogos, planos y encuadres, la mirada de Favio sigue filtrando un mundo intoxicado y enrarecido como lo hacen otros directores desquiciados y febriles de la talla de Mel Gibson o Coppola.
Tengo que ir a ver Aniceto de nuevo y escribir una crítica como la gente. Nota: y usar menos adjetivos.
Guión: Leonardo Favio y Jorge Zuhair Jury
Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldoni
Música: Iván Wyszogrod
Duración: 84 minutos
Apuntes para una crítica. En Aniceto hay baile y música, pero Favio rompe con dos convenciones centrales del género musical y de danza: la tensión sexual no se sublima en la danza porque los personajes efectivamente tienen sexo, y las coreografías muchas veces son independientes de las canciones. O sea que Aniceto no es un musical de Favio, sino una película de Favio con música y danza.
Los estallidos de poesía típicos de Favio están un poco calculados: por momentos se ven los hilos de algunos planos, canciones y diálogos. Así y todo Favio sigue siendo el estilista más fantástico y desvergonzado del cine argentino.
Me contaron que en una entrevista Favio dijo que en ésta película quería agregar "algo de arte", incorporando un poco de pintura y ballet. No sé con qué sentido lo habrá dicho. Nota: no darle demasiada bolilla a los directores cuando hablan de sus películas.
Igual que en su obra anterior Favio sigue inyectando a sus películas de narración, de historias y personajes. Y sus personajes son vitales y apasionados y por eso viven amores imposibles y mueren trágicamente. Algunos, como Juan Moreira, no mueren, quedan suspendidos en la agonía de un último plano que nunca se consuma. Otros, como éste Aniceto, agonizan incansablemente durante planos larguísimos.
La única película que me falta ver de Favio es Romance del Aniceto y la Francisca, y por eso me abstengo de hacer comparaciones. Nota: Gatica, el “mono” es la mejor, Soñar, soñar es la que más me gusta y Juan Moreira es la más épica.
Se nota que Hernán Piquín tiene una cara que fascina a Favio; el director le dedica una gran cantidad de planos largos y se regodea en los movimientos de su cabeza, en sus miradas hacia fuera del cuadro y su gesto de arrabal.
Favio también sigue siendo el musicalizador más ecléctico y arriesgado del cine argentino. En Aniceto se escuchan los acordes magníficamente estridentes de Iván Wyszogrod con ecos bastante gatiquianos al lado de dos canciones tocadas por los Wawancó y de Canaro en París. Nota: La burrita tiene la letra más obscenamente pegadiza de la historia de la música.
Favio podrá no ser ya un provocador como antes, pero al menos es uno de los pocos directores argentinos que no sólo se aleja del naturalismo, sino que constantemente trata de extrañar el mundo con su cine. A través de bailes y canciones, diálogos, planos y encuadres, la mirada de Favio sigue filtrando un mundo intoxicado y enrarecido como lo hacen otros directores desquiciados y febriles de la talla de Mel Gibson o Coppola.
Tengo que ir a ver Aniceto de nuevo y escribir una crítica como la gente. Nota: y usar menos adjetivos.
viernes, 13 de junio de 2008
Leonera (Argentina, Corea, Brasil - 2008)
Dirección: Pablo Trapero
Guión: Pablo Trapero, Martín Mauregui, Alejandro Fadel, Santiago Trapero
Intérpretes: Martina Gusman, Elli Medeiros, Laura García, Rodrigo Santoro, Tomás Plotinsky
Duración: 112 minutos
Las películas de Pablo Trapero tienen una fuerza visual nunca antes vista en el cine argentino (ni después tampoco). No se trata de la tensión y la adrenalina propia de los géneros que registran, por ejemplo, directores como Fabián Bielinsky, Damián Szifron o Juan Taratuto. La fuerza del cine de Trapero tampoco se parece a la libertad rústica y casi en estado salvaje de cineastas como Lisandro Alonso o Raúl Perrone (por nombrar dos casos bien disímiles). Más bien, la potencia de sus películas (Leonera es un caso ejemplar) reside en el aprovechamiento de los recursos del cine unido a una cierta visceralidad a la hora de contar historias. Pensemos en Leonera; la película está plagada de momentos visuales fortísimos, pero son en especial tres los momentos en los que Trapero deslumbra: el primer plano de la película (que también es un primer plano de Martina Gusman) cuando Julia se despierta, y al mover lánguidamente la cabeza, se descubre una mancha de sangre en el colchón. El segundo momento es cuando Julia vuelve a su casa, ve los cuerpos y llama por teléfono para pedir ayuda. Mientras se escucha la voz agitada y entrecortada de Martina Gusman, Trapero descerraja un travelling muy suave a la altura del piso en el que van asomando, muy lentamente, los cuerpos desnudos y acuchillados que vio Julia. Tanto este plano como el primero no sólo hacen un uso certero de dos recursos puramente cinematográficos (el primer plano y el travelling) sino que también tienen una carga poética enorme; los dos planos esconden cuidadosamente algo de horror, de muerte, para después develarlo con una gran delicadeza. El tercer momento es el último plano de la película; un plano largo, también llevado a cabo con mucha suavidad, pero que va a operar de forma contraria: esta vez la puesta en escena se va a encargar de esconder a los personajes, casi disolviéndolos y esfumándolos en los límites del cuadro y del fuera de campo. Los tres planos son de una belleza increíble, a la vez que tienen una potencia visual poderosísima, y dudo que haya otros momentos como estos en lo que resta del año para el cine argentino.
No es casual que esta crítica empiece hablando de planos. Cuando pienso en las películas de Trapero (sobre todo en El bonaerense) siempre me pasa lo mismo; más que personajes, acciones o escenas, se me vienen a la mente imágenes, planos sueltos que resumen en sí mismos escenas enteras. Es que el cine de Trapero tiene un carácter fragmentario muy fuerte: sus películas siempre son retazos, pedazos de historias y de mundos. Esta es la relación que mantiene Trapero con la modernidad: sus historias son lineales, pero rara vez hay una cronología detallada de un conflicto o de una acción, hecho que desarma cualquier posible intento de narración clásica. Podría pensarse a sus películas como diarios con anotaciones a veces apretujadas que terminan por otorgar tanta importancia a lo que se cuenta como a las elipsis. De ahí el peso de los planos: al no haber un hilo narrativo consistente en términos clásicos, las películas acaban por ser, más que una historia contada (y cortada) en planos, planos que permiten reconstruir partes de una historia. Y de ahí la fuerza de los planos, porque los momentos de las historias que Trapero elige para narrar son siempre fundamentales, centrales, y tienen un aire de vitalidad y de intensidad notables. Y esto último tiene poco que ver con la modernidad, que ya se sabe, en su afán rupturista muchas veces reniega del nervio cinematográfico por considerarlo un elemento clásico o narrativo. O sea que Trapero no se casa con ningún modelo, toma de cada uno lo que más le conviene: de la modernidad la dispersión del relato, y del clasicismo las historias y la tensión. Si en la actualidad las fronteras del cine son cada vez más difusas, ya se hable de ficción y documental o de modernidad y clasicismo, el cine de Pablo Trapero es un híbrido perfecto que da cuenta no sólo de la complejidad del panorama cinematográfico, sino también de las posibilidad que tiene el cine cuando no se encorseta bajo ningún modelo estético tradicional.
Guión: Pablo Trapero, Martín Mauregui, Alejandro Fadel, Santiago Trapero
Intérpretes: Martina Gusman, Elli Medeiros, Laura García, Rodrigo Santoro, Tomás Plotinsky
Duración: 112 minutos
Las películas de Pablo Trapero tienen una fuerza visual nunca antes vista en el cine argentino (ni después tampoco). No se trata de la tensión y la adrenalina propia de los géneros que registran, por ejemplo, directores como Fabián Bielinsky, Damián Szifron o Juan Taratuto. La fuerza del cine de Trapero tampoco se parece a la libertad rústica y casi en estado salvaje de cineastas como Lisandro Alonso o Raúl Perrone (por nombrar dos casos bien disímiles). Más bien, la potencia de sus películas (Leonera es un caso ejemplar) reside en el aprovechamiento de los recursos del cine unido a una cierta visceralidad a la hora de contar historias. Pensemos en Leonera; la película está plagada de momentos visuales fortísimos, pero son en especial tres los momentos en los que Trapero deslumbra: el primer plano de la película (que también es un primer plano de Martina Gusman) cuando Julia se despierta, y al mover lánguidamente la cabeza, se descubre una mancha de sangre en el colchón. El segundo momento es cuando Julia vuelve a su casa, ve los cuerpos y llama por teléfono para pedir ayuda. Mientras se escucha la voz agitada y entrecortada de Martina Gusman, Trapero descerraja un travelling muy suave a la altura del piso en el que van asomando, muy lentamente, los cuerpos desnudos y acuchillados que vio Julia. Tanto este plano como el primero no sólo hacen un uso certero de dos recursos puramente cinematográficos (el primer plano y el travelling) sino que también tienen una carga poética enorme; los dos planos esconden cuidadosamente algo de horror, de muerte, para después develarlo con una gran delicadeza. El tercer momento es el último plano de la película; un plano largo, también llevado a cabo con mucha suavidad, pero que va a operar de forma contraria: esta vez la puesta en escena se va a encargar de esconder a los personajes, casi disolviéndolos y esfumándolos en los límites del cuadro y del fuera de campo. Los tres planos son de una belleza increíble, a la vez que tienen una potencia visual poderosísima, y dudo que haya otros momentos como estos en lo que resta del año para el cine argentino.
No es casual que esta crítica empiece hablando de planos. Cuando pienso en las películas de Trapero (sobre todo en El bonaerense) siempre me pasa lo mismo; más que personajes, acciones o escenas, se me vienen a la mente imágenes, planos sueltos que resumen en sí mismos escenas enteras. Es que el cine de Trapero tiene un carácter fragmentario muy fuerte: sus películas siempre son retazos, pedazos de historias y de mundos. Esta es la relación que mantiene Trapero con la modernidad: sus historias son lineales, pero rara vez hay una cronología detallada de un conflicto o de una acción, hecho que desarma cualquier posible intento de narración clásica. Podría pensarse a sus películas como diarios con anotaciones a veces apretujadas que terminan por otorgar tanta importancia a lo que se cuenta como a las elipsis. De ahí el peso de los planos: al no haber un hilo narrativo consistente en términos clásicos, las películas acaban por ser, más que una historia contada (y cortada) en planos, planos que permiten reconstruir partes de una historia. Y de ahí la fuerza de los planos, porque los momentos de las historias que Trapero elige para narrar son siempre fundamentales, centrales, y tienen un aire de vitalidad y de intensidad notables. Y esto último tiene poco que ver con la modernidad, que ya se sabe, en su afán rupturista muchas veces reniega del nervio cinematográfico por considerarlo un elemento clásico o narrativo. O sea que Trapero no se casa con ningún modelo, toma de cada uno lo que más le conviene: de la modernidad la dispersión del relato, y del clasicismo las historias y la tensión. Si en la actualidad las fronteras del cine son cada vez más difusas, ya se hable de ficción y documental o de modernidad y clasicismo, el cine de Pablo Trapero es un híbrido perfecto que da cuenta no sólo de la complejidad del panorama cinematográfico, sino también de las posibilidad que tiene el cine cuando no se encorseta bajo ningún modelo estético tradicional.
miércoles, 11 de junio de 2008
El sueño de Cassandra (Cassandra's Dream - Estados Unidos, Inglaterra - 2007)
La tercera y última parte de la títanica crítica sobre El sueño de Cassandra, la última película de Woody Allen, en la que el autor diserta sobre"lo inglés" (aunque ni él sabe bien a qué se refiere), la interpretación, un plano final, las maneras de hablar, Stephen King y el sentido de la crítica.
Tercera parte. Britanismo impúdico. Históricamente hay una tendencia un poco fácil a ensalzar un conjunto de rasgos y comportamientos artísticos, éticos y culturales y apretujarlos todos en la categoría nada clara de “lo inglés”. Bastante más difícil de explicar de lo que parece, “lo inglés” es aparentemente (y digo aparentemente porque no adscribo para nada a esta idea, aunque voy a tratar de explicarla mínimamente) una sensibilidad relacionada con ideas también muy difusas como, por ejemplo, sofisticación, elegancia, clase (que se usa por lo menos en más de un sentido) etc. No se cuando habrá surgido esta idea de lo inglés en lo referente al cine, pero hay algo seguro: que no se parece en nada al concepto general que se tiene del cine americano, que por lo general cae bajo las acusaciones (también, extremadamente difusas y las cuales no comparto para nada) de, por citar algunos ejemplos; pochoclero, superficial, de vaciado de contenido y de historias, de agente colonizador, de falsedad, etc. Como se puede ver, lo inglés en general no se parece en nada a “lo americano” (o, mejor todavía, “lo yanqui”). No hay quien no haya escuchado o leído comentarios como éstos en relación a películas inglesas o americanas, y seguro que estas ideas pueden rastrearse en el público sin problemas, pero para poder asegurar esto habría que hacer alguna clase de encuesta o investigación para no caer en afirmaciones erróneas; por eso, voy a tratar de limitarme solamente a la crítica de cine. Pienso en la condena que sufrieron películas recientes como 300 o Transformers; detrás de todos los argumentos estaba esa idea ramplona de que, como se trataba de películas americanas industriales y de gran espectáculo, no podía esperarse mucho (hasta Sergio Wolf cayó bajo esta tendencia cuando criticó que el personaje de Optimus Prime tenía los colores de la bandera estadounidense, en un gesto de paranoia imperialista muy poco afín a un crítico de su talla) y había que pegarles duro (y a Transformers sí había pegarle y muy duro, aunque no por esos motivos). Y frente a esto, me asombra que una película mediocre como Muerte en un funeral tenga una acogida crítica muy favorable. Claro, la operación de los críticos en este caso es similar al anterior aunque al revés: la película está bien porque supuestamente responde una tradición cinematográfica valiosa, que es la comedia inglesa. De nuevo, acá entran a jugar generalizaciones para nada definidas que se notan claramente endebles (acá pueden leer la crítica de Fernando López sobre la película).
Toda esta perorata sobre lo inglés viene a cuento de Woody Allen y sus últimas tres películas, que parecen ser fieles exponentes de ese a medias subgénero de películas “británicas”. Ya hablamos de dos elementos que en el viejo cine de Allen eran fundamentales, el jazz y la urbanidad neoyorquina, que las últimas películas trocan por la ópera y las mansiones y barrios de clase alta ingleses. Falta todavía otra cosa, algo que era capital en las antiguas películas del norteamericano: la forma de hablar. Los personajes de Allen (y no sólo los interpretados por él) siempre fueron dueños de acentos, tonos, muletillas y una enorme cantidad de rasgos lingüísticos que los definían y los terminaban de integrar al mundo urbano. Eran personajes particulares, únicos, que no estaban formateados por alguna convención barata como la de “lo inglés”, personajes que podían no ser reales o verosímiles, pero que sí eran irrepetibles fueran del universo Allen (así como lo eran su mirada de Manhattan y Nueva York o sus bandas de sonido). Y más allá de algunos altibajos de los 90 y principios del milenio, sus películas conservaban todavía algo de esa personalidad única del director. En cambio, todo eso se va al diablo cuando sus películas pasan a formar parte de esa categoría ya casi extraterritorial, perteneciente a ningún lugar específico, de la sofisticación británica (porque cualquiera se va a Inglaterra y filma una película así; las películas con tono “inglés” son casi como las películas sudacas de denuncia social, un género también de cierto prestigio en Europa y Estados Unidos, como Amores perros o las películas de Sorín, que terminan no diciendo nada en concreto sobre los países de origen a no ser un conjunto de lugares comunes de conocimiento popular). Esto es lo que hay que subrayar, que un director exitoso, con una larga lista de películas de peso para la historia del cine, decidió dejar de arriesgarse, de contar historias que tuvieran alguna relación con el mundo, y se fue a filmar peliculitas lujosas y recargadas dejando detrás una carrera muy valiosa. Lo peor es que a sus últimas películas (sobre todo a Match Point) parece haberles ido bastante mejor que a otras películas recientes bastante buenas como La maldición del escorpión de Jade; en ese sentido, la jugada de Allen no fue inocente, porque supo y sabe todavía qué darle al público para que sus películas continúen siendo vistas y discutidas.
Y para ir terminando, quiero volver al comienzo del texto y retomar el final de la película. ¿Se acuerdan del anillo de Match Point, y del revuelo que hizo El Amante con eso? Lo que decían en la revista era, básicamente, que Allen ponía dos escenas calcadas con una pelota de tenis y un anillo de casamiento, y que el director buscaba que el espectador conectara estos dos momentos (muy gruesos, donde todo está a la vista) y que tuviera ideas en común en relación al azar, el deporte, la boda de los personajes etc. En pocas palabras, que Allen estaba buscando que el espectador interpretara, como un mecanismo para halagar al público y hacerle sentir que realmente había descubierto algo en la película, cuando todo estaba en la superficie. En general estoy de acuerdo con esta idea, que las películas que proponen “interpretaciones” y segundos sentidos son un poco desagradables (es lo que no me gusta de Kubrick) y en eso la sigo a Sontag, pero en el caso puntual de Match Point tengo un problema: creo que las dos escenas son tan evidentes, que están tan en la superficie de la película, que la interpretación queda anulada, porque todo ya está, efectivamente, conectado. Seguramente es algo para discutir: la sobreexplicación y el trazo grueso, ¿no terminan con la posibilidad de interpretar? Es algo que siempre me gustó, por ejemplo y saliendo del cine, de las novelas de Stephen King: de Carrie, Cementerio de animales, pero sobre todo de Misery, donde todo el tiempo King mantiene en la superficie las ideas y posibles interpretaciones (poco después de ser atrapado y obligado a escribir amenazado de muerte, el personaje de Paul Sheldon dice “yo era como Scherezade”). Sin embargo, en El sueño... Allen sí inserta un momento muy cargado de sentido, de esos que es imposible no empezar a buscarle un significado más allá de la imagen; es el último plano de la película. La forma de contrapesar este exceso de significado es hacer que el plano sea rápido, casi fugaz, lo suficiente como para “dejar pensando” todavía más al espectador, ya no sólo sobre el sentido de ese plano, sino también sobre su fugacidad. Y que todos salgan contentos del cine satisfechos de haber pensado mucho en ese final, y quizás hasta de haber pergeñado ideas sobre los grandes temas que la película propone, todo en ese plano final.
A pesar de las diferencias internas que pueda haber entre Match Point, Scoop y El sueño de Cassandra, se trata de un conjunto de películas que son coherentes como grupo, tanto moral como estéticamente, y que dan cuenta no sólo del momento terminal de un director que supo ser clave en el cine americano durante casi veinte años, sino también de un momento complicado de la taquilla: estas películas (alguna más que otra) cosechan éxitos y amores en gran parte del público y la crítica, cosa que no sólo me lleva a desconfiar de ambos sino también a preguntarme por el sentido de la crítica en el panorama actual.
Tercera parte. Britanismo impúdico. Históricamente hay una tendencia un poco fácil a ensalzar un conjunto de rasgos y comportamientos artísticos, éticos y culturales y apretujarlos todos en la categoría nada clara de “lo inglés”. Bastante más difícil de explicar de lo que parece, “lo inglés” es aparentemente (y digo aparentemente porque no adscribo para nada a esta idea, aunque voy a tratar de explicarla mínimamente) una sensibilidad relacionada con ideas también muy difusas como, por ejemplo, sofisticación, elegancia, clase (que se usa por lo menos en más de un sentido) etc. No se cuando habrá surgido esta idea de lo inglés en lo referente al cine, pero hay algo seguro: que no se parece en nada al concepto general que se tiene del cine americano, que por lo general cae bajo las acusaciones (también, extremadamente difusas y las cuales no comparto para nada) de, por citar algunos ejemplos; pochoclero, superficial, de vaciado de contenido y de historias, de agente colonizador, de falsedad, etc. Como se puede ver, lo inglés en general no se parece en nada a “lo americano” (o, mejor todavía, “lo yanqui”). No hay quien no haya escuchado o leído comentarios como éstos en relación a películas inglesas o americanas, y seguro que estas ideas pueden rastrearse en el público sin problemas, pero para poder asegurar esto habría que hacer alguna clase de encuesta o investigación para no caer en afirmaciones erróneas; por eso, voy a tratar de limitarme solamente a la crítica de cine. Pienso en la condena que sufrieron películas recientes como 300 o Transformers; detrás de todos los argumentos estaba esa idea ramplona de que, como se trataba de películas americanas industriales y de gran espectáculo, no podía esperarse mucho (hasta Sergio Wolf cayó bajo esta tendencia cuando criticó que el personaje de Optimus Prime tenía los colores de la bandera estadounidense, en un gesto de paranoia imperialista muy poco afín a un crítico de su talla) y había que pegarles duro (y a Transformers sí había pegarle y muy duro, aunque no por esos motivos). Y frente a esto, me asombra que una película mediocre como Muerte en un funeral tenga una acogida crítica muy favorable. Claro, la operación de los críticos en este caso es similar al anterior aunque al revés: la película está bien porque supuestamente responde una tradición cinematográfica valiosa, que es la comedia inglesa. De nuevo, acá entran a jugar generalizaciones para nada definidas que se notan claramente endebles (acá pueden leer la crítica de Fernando López sobre la película).
Toda esta perorata sobre lo inglés viene a cuento de Woody Allen y sus últimas tres películas, que parecen ser fieles exponentes de ese a medias subgénero de películas “británicas”. Ya hablamos de dos elementos que en el viejo cine de Allen eran fundamentales, el jazz y la urbanidad neoyorquina, que las últimas películas trocan por la ópera y las mansiones y barrios de clase alta ingleses. Falta todavía otra cosa, algo que era capital en las antiguas películas del norteamericano: la forma de hablar. Los personajes de Allen (y no sólo los interpretados por él) siempre fueron dueños de acentos, tonos, muletillas y una enorme cantidad de rasgos lingüísticos que los definían y los terminaban de integrar al mundo urbano. Eran personajes particulares, únicos, que no estaban formateados por alguna convención barata como la de “lo inglés”, personajes que podían no ser reales o verosímiles, pero que sí eran irrepetibles fueran del universo Allen (así como lo eran su mirada de Manhattan y Nueva York o sus bandas de sonido). Y más allá de algunos altibajos de los 90 y principios del milenio, sus películas conservaban todavía algo de esa personalidad única del director. En cambio, todo eso se va al diablo cuando sus películas pasan a formar parte de esa categoría ya casi extraterritorial, perteneciente a ningún lugar específico, de la sofisticación británica (porque cualquiera se va a Inglaterra y filma una película así; las películas con tono “inglés” son casi como las películas sudacas de denuncia social, un género también de cierto prestigio en Europa y Estados Unidos, como Amores perros o las películas de Sorín, que terminan no diciendo nada en concreto sobre los países de origen a no ser un conjunto de lugares comunes de conocimiento popular). Esto es lo que hay que subrayar, que un director exitoso, con una larga lista de películas de peso para la historia del cine, decidió dejar de arriesgarse, de contar historias que tuvieran alguna relación con el mundo, y se fue a filmar peliculitas lujosas y recargadas dejando detrás una carrera muy valiosa. Lo peor es que a sus últimas películas (sobre todo a Match Point) parece haberles ido bastante mejor que a otras películas recientes bastante buenas como La maldición del escorpión de Jade; en ese sentido, la jugada de Allen no fue inocente, porque supo y sabe todavía qué darle al público para que sus películas continúen siendo vistas y discutidas.
Y para ir terminando, quiero volver al comienzo del texto y retomar el final de la película. ¿Se acuerdan del anillo de Match Point, y del revuelo que hizo El Amante con eso? Lo que decían en la revista era, básicamente, que Allen ponía dos escenas calcadas con una pelota de tenis y un anillo de casamiento, y que el director buscaba que el espectador conectara estos dos momentos (muy gruesos, donde todo está a la vista) y que tuviera ideas en común en relación al azar, el deporte, la boda de los personajes etc. En pocas palabras, que Allen estaba buscando que el espectador interpretara, como un mecanismo para halagar al público y hacerle sentir que realmente había descubierto algo en la película, cuando todo estaba en la superficie. En general estoy de acuerdo con esta idea, que las películas que proponen “interpretaciones” y segundos sentidos son un poco desagradables (es lo que no me gusta de Kubrick) y en eso la sigo a Sontag, pero en el caso puntual de Match Point tengo un problema: creo que las dos escenas son tan evidentes, que están tan en la superficie de la película, que la interpretación queda anulada, porque todo ya está, efectivamente, conectado. Seguramente es algo para discutir: la sobreexplicación y el trazo grueso, ¿no terminan con la posibilidad de interpretar? Es algo que siempre me gustó, por ejemplo y saliendo del cine, de las novelas de Stephen King: de Carrie, Cementerio de animales, pero sobre todo de Misery, donde todo el tiempo King mantiene en la superficie las ideas y posibles interpretaciones (poco después de ser atrapado y obligado a escribir amenazado de muerte, el personaje de Paul Sheldon dice “yo era como Scherezade”). Sin embargo, en El sueño... Allen sí inserta un momento muy cargado de sentido, de esos que es imposible no empezar a buscarle un significado más allá de la imagen; es el último plano de la película. La forma de contrapesar este exceso de significado es hacer que el plano sea rápido, casi fugaz, lo suficiente como para “dejar pensando” todavía más al espectador, ya no sólo sobre el sentido de ese plano, sino también sobre su fugacidad. Y que todos salgan contentos del cine satisfechos de haber pensado mucho en ese final, y quizás hasta de haber pergeñado ideas sobre los grandes temas que la película propone, todo en ese plano final.
A pesar de las diferencias internas que pueda haber entre Match Point, Scoop y El sueño de Cassandra, se trata de un conjunto de películas que son coherentes como grupo, tanto moral como estéticamente, y que dan cuenta no sólo del momento terminal de un director que supo ser clave en el cine americano durante casi veinte años, sino también de un momento complicado de la taquilla: estas películas (alguna más que otra) cosechan éxitos y amores en gran parte del público y la crítica, cosa que no sólo me lleva a desconfiar de ambos sino también a preguntarme por el sentido de la crítica en el panorama actual.
martes, 10 de junio de 2008
El sueño de Cassandra (Cassandra's Dream - Estados Unidos, Inglaterra - 2007)
La segunda entrega de la crítica-serial que tiene en vilo a toda la comunidad cinematográfica, en donde el redactor se despacha con otra analogía musical (esta vez le toca a la ópera) y trata sobre el final de hacer una suerte de análisis cinematográfico-geográfico con resultados poco convincentes.
Segunda parte. Del cine operístico. La respuesta es evidente: estas tres películas son (o intentan ser, o se las dan de) óperas. ¿Por qué óperas? Porque ponen en escena temas truculentos a la vez que trascendentes, porque tienen un tono trágico muy marcado, porque siempre hay un dilema moral fortísimo que atraviesa a la película y que define a los personajes, porque todo el tiempo se escuchan óperas (o músicas que remiten a la ópera, como es el caso de la banda de sonido de El sueño... compuesta por Philip Glass) y se refiere de una u otra forma a la ópera (en Match Point constantemente, en El sueño... se habla de Medea). A golpe de vista éstas películas tienen varios elementos que parecieran darles, efectivamente, algún grado de contenido y forma “operísticos”. ¿Pero alcanza con esto para hablar de cine verdaderamente operístico? Trato de pensar en algún director cuyo cine que tenga alguna clase de relación con la ópera y el primero que se me viene a la mente es Visconti (sí, ya se, no estuve muy original). También podría agregar a Griffith por cierto exceso y ampulosidad de su cine, sobre todo en la puesta en escena; pero mejor sigamos con Visconti. El cine del italiano reúne los ingredientes operísticos presente en las tres películas de Allen, pero además agrega algo muy importante: que en sus películas la forma remite también a lo operístico, o sea, que los planos, los movimientos de cámara y de los personajes, tienden también al exceso y la exageración propios de la ópera. El ejemplo más acabado seguro es Senso, pero también La caída de los dioses, El inocente o El gatopardo, por nombrar algunas, pueden incluirse en la lista de películas operísticas de Visconti. Esto lo separa de manera radical del último cine de Allen, donde la forma es fría y apagada. Pienso en otros ejemplos menos representativos que Visconti en cuanto a un tono operístico: el final de Fuego contra fuego, gran parte de Kung-Fu Hustle de Stephen Chow (también de Shaolin Soccer), las tres películas de El padrino (y si nos ponemos coppolianos, también podríamos incluir Golpe al corazón, The Outsiders, el último plano de La conversación y muchas otras) etc. En fin, hablamos de películas vivas, sanguíneas, que miran al mundo con asombro, como si todavía fuera posible jugar con las historias y con la forma del cine. Las últimas de Allen, en cambio, ya no juegan; porque el director dejó de ver al cine como un juego hace mucho tiempo y prefirió enclaustrarse en un modelo de cine más serio y prestigioso, por eso en Match Point la ópera no es algo divertido o entretenido, sino más bien un punto de reunión, un lugar respetable donde se aglomera la gente adinerada. Por eso, y para ir resumiendo la idea, estas últimas tres películas, a pesar de la presencia de temas y personajes afines, tienen, en esencia, muy poco de opera.
Pero el jazz no es lo único que se extraña de la obra de Allen en sus últimas tres películas. Otro elemento fundamental de su cine (sobre todo el del período que comprende sus primeras comedias de los 70 y las primeras películas de los 90) era el lugar de pertenencia de los personajes: el cambio de la urbanidad neoyorquina, con todas las manías y tics que producían en personajes que parecían estar incrustados en ese paisaje. Ahora bien, el cambio de ese ambiente por el lujo y el derroche de las mansiones y los barrios acomodados ingleses, parece no sentarle nada bien a su cine. Sobre todo porque no es un cambio natural: Allen no se comporta como, por poner un ejemplo, Rossellini, cuando de Italia pasa a Alemania y de allí a la India. Al contrario, en el cine de Allen el cambio de lugar no implica ninguna búsqueda estética o moral sino, bien al revés, un viraje a lo seguro: a un tono y a unas historias supuestamente sofisticados que se los nota tan artificiales que es muy difícil creer que Allen está, en serio, buscando algo en sus películas. Si Rossellini viaja y se mueve, Allen se queda completamente quieto, como anclado en una comodidad berreta y por demás cuestionable. En este sentido, los dos personajes de El sueño... (Ewan McGregor y Colin Farrel) parecen por momentos recuperar algo mínimo, apenas una chispa, de la forma de ser de los personajes urbanos de películas pasadas. Especialmente en Farrel, que está superado por todas sus adicciones, pareciera haber algo de esos otros personajes cargados de manías y psicosis urbanas; de todas maneras, esto es apenas un atisbo y no llega a desplegarse en la película.
En la tercera y última parte, el redactor promete hablar de "lo inglés", los finales de las películas (de nuevo) y la interpretación. Y, más importante todavía, asegura que va a dar por terminada esta trilogía, que nada tiene que envidiarle (dice él) a las de Lucas, Coppola o Peter Jackson.
Segunda parte. Del cine operístico. La respuesta es evidente: estas tres películas son (o intentan ser, o se las dan de) óperas. ¿Por qué óperas? Porque ponen en escena temas truculentos a la vez que trascendentes, porque tienen un tono trágico muy marcado, porque siempre hay un dilema moral fortísimo que atraviesa a la película y que define a los personajes, porque todo el tiempo se escuchan óperas (o músicas que remiten a la ópera, como es el caso de la banda de sonido de El sueño... compuesta por Philip Glass) y se refiere de una u otra forma a la ópera (en Match Point constantemente, en El sueño... se habla de Medea). A golpe de vista éstas películas tienen varios elementos que parecieran darles, efectivamente, algún grado de contenido y forma “operísticos”. ¿Pero alcanza con esto para hablar de cine verdaderamente operístico? Trato de pensar en algún director cuyo cine que tenga alguna clase de relación con la ópera y el primero que se me viene a la mente es Visconti (sí, ya se, no estuve muy original). También podría agregar a Griffith por cierto exceso y ampulosidad de su cine, sobre todo en la puesta en escena; pero mejor sigamos con Visconti. El cine del italiano reúne los ingredientes operísticos presente en las tres películas de Allen, pero además agrega algo muy importante: que en sus películas la forma remite también a lo operístico, o sea, que los planos, los movimientos de cámara y de los personajes, tienden también al exceso y la exageración propios de la ópera. El ejemplo más acabado seguro es Senso, pero también La caída de los dioses, El inocente o El gatopardo, por nombrar algunas, pueden incluirse en la lista de películas operísticas de Visconti. Esto lo separa de manera radical del último cine de Allen, donde la forma es fría y apagada. Pienso en otros ejemplos menos representativos que Visconti en cuanto a un tono operístico: el final de Fuego contra fuego, gran parte de Kung-Fu Hustle de Stephen Chow (también de Shaolin Soccer), las tres películas de El padrino (y si nos ponemos coppolianos, también podríamos incluir Golpe al corazón, The Outsiders, el último plano de La conversación y muchas otras) etc. En fin, hablamos de películas vivas, sanguíneas, que miran al mundo con asombro, como si todavía fuera posible jugar con las historias y con la forma del cine. Las últimas de Allen, en cambio, ya no juegan; porque el director dejó de ver al cine como un juego hace mucho tiempo y prefirió enclaustrarse en un modelo de cine más serio y prestigioso, por eso en Match Point la ópera no es algo divertido o entretenido, sino más bien un punto de reunión, un lugar respetable donde se aglomera la gente adinerada. Por eso, y para ir resumiendo la idea, estas últimas tres películas, a pesar de la presencia de temas y personajes afines, tienen, en esencia, muy poco de opera.
Pero el jazz no es lo único que se extraña de la obra de Allen en sus últimas tres películas. Otro elemento fundamental de su cine (sobre todo el del período que comprende sus primeras comedias de los 70 y las primeras películas de los 90) era el lugar de pertenencia de los personajes: el cambio de la urbanidad neoyorquina, con todas las manías y tics que producían en personajes que parecían estar incrustados en ese paisaje. Ahora bien, el cambio de ese ambiente por el lujo y el derroche de las mansiones y los barrios acomodados ingleses, parece no sentarle nada bien a su cine. Sobre todo porque no es un cambio natural: Allen no se comporta como, por poner un ejemplo, Rossellini, cuando de Italia pasa a Alemania y de allí a la India. Al contrario, en el cine de Allen el cambio de lugar no implica ninguna búsqueda estética o moral sino, bien al revés, un viraje a lo seguro: a un tono y a unas historias supuestamente sofisticados que se los nota tan artificiales que es muy difícil creer que Allen está, en serio, buscando algo en sus películas. Si Rossellini viaja y se mueve, Allen se queda completamente quieto, como anclado en una comodidad berreta y por demás cuestionable. En este sentido, los dos personajes de El sueño... (Ewan McGregor y Colin Farrel) parecen por momentos recuperar algo mínimo, apenas una chispa, de la forma de ser de los personajes urbanos de películas pasadas. Especialmente en Farrel, que está superado por todas sus adicciones, pareciera haber algo de esos otros personajes cargados de manías y psicosis urbanas; de todas maneras, esto es apenas un atisbo y no llega a desplegarse en la película.
En la tercera y última parte, el redactor promete hablar de "lo inglés", los finales de las películas (de nuevo) y la interpretación. Y, más importante todavía, asegura que va a dar por terminada esta trilogía, que nada tiene que envidiarle (dice él) a las de Lucas, Coppola o Peter Jackson.
jueves, 5 de junio de 2008
El sueño de Cassandra (Cassandra's Dream - Estados Unidos, Inglaterra - 2007)
Resulta que cuando empecé a escribir la crítica sobre El sueño de Cassandra me di cuenta de que tenía muchas ganas de hablar de las dos películas anteriores de Woody Allen, tanto o más que de la última. Una cosa llevó a la otra y para cuando tomé conciencia ya llevaba unos quince mil carácteres escritos. Así que en lugar de recortar groseramente el texto decidí subirlo en tres partes, así no parece tan largo ni tan aburrido de leer. Aunque las apariencias engañan.
Dirección: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Intérpretes: Evan McGregor, Collin Farell, Tom Wilkinson, Peter-Hugo Daly, John Belfield, Clare Higgins, Ashley Madekwe
Música: Philip Glass
Duración: 108 minutos
Primera parte. All that jazz. Me gustan las películas que terminan justo donde tienen que hacerlo, que no se explayan en todo lo que les pasa a los personajes, que dejan algo abierto, que dejan tensado un conflicto sin cerrarlo del todo. Miami Vice termina bien: sabemos qué les pasa a los personajes de Colin Farrel y Gong Li, pero no a los de Jamie Foxx y su pareja, que está internada y muy lastimada (Mann deja ver un gesto, un movimiento de sus dedos, pero eso no quiere decir mucho). También muchas películas del clasicismo estadounidense terminan así: ni bien un conflicto se resuelve, el “the end” aparece sobre la imagen negando cualquier posible epílogo o sobreexplicación por parte del guión. Y las películas de Rejtman también, claro. Aunque no se trata de elogiar porque sí un final rápido, pero sí decir que varias películas pierden mucho interés cuando presentan un final muy largo o explicativo: del primer caso tenemos como ejemplo la tercera parte de El señor de los anillos, que muestra varios minutos seguidos en ralentí ininterrumpido y agobiante. Del segundo caso podemos nombrar a casi cualquier película con vuelta de tuerca, que sobre el final empieza a escupir cual vómito toda la seguidilla de trampas e indicios que dan otro sentido a la historia: Sexto sentido, Seduciendo a un extraño, o cualquier otra película del montón (con o sin Bruce Willis).
Es que un final rápido tampoco es necesariamente un final justo. El sueño de Cassandra termina rápido, pero lo hace de forma entrecortada, a las apuradas y casi de compromiso. Parece como si Woody Allen quisiera acabar cuanto antes con el relato, sacárselo de encima. Es que tanto El sueño... como Match Point y Scoop tiene un aire de película inconclusa, dubitativa, que no sabe hacia dónde va. Hay escenas y planos de estas tres películas que recuerdan por momentos al cine frío y desangelado de Kubrick, sólo que sin el cálculo ni el rigor estético del norteamericano. ¿Será por esto que ciertos elementos del cine anterior de Allen no están en estas películas? Pensemos en el jazz: sus primeras películas no sólo tenían bandas de sonido sobrecargadas de jazz, sino que también las mismas películas eran dueñas de una libertad y una voluntad de riesgo que se acercaba bastante a los postulados (est)éticos del jazz. Basta comparar un mocukmentary genial como Zelig con un mero ejercicio genérico como Scoop: y acá no vale decir “la edad”, sino mírenlo a George Romero. Y tampoco vale decir “filma una vez por año”, porque a la edad de Allen (setenta y tres) John Ford había filmado más de ochenta películas (el doble de las de Allen, y esto contando nada más su etapa sonora). Y siguiendo con la analogía muy pertinente del jazz: si Zelig o Bananas son bebops; por su tono de frescura, actualidad, de espíritu de época y de libertad rabiosamente obstinada, y si algunas de sus películas de finales de los ochenta y noventa muy rescatables como Maridos y esposas o Crimen y castigo se parecen más al swing de los 30’; por su economía narrativa, cierto reposo estético, una elegancia propia de quien es consciente de sus limitaciones y una apuesta cada vez más fuerte a lo seguro en detrimento de la experimentación y el riesgo, entonces las recientes Match Point, Scoop y El sueño... ¿qué mierda serán?
La respuesta a este interrogante y muchos más, en la segunda parte.
Dirección: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Intérpretes: Evan McGregor, Collin Farell, Tom Wilkinson, Peter-Hugo Daly, John Belfield, Clare Higgins, Ashley Madekwe
Música: Philip Glass
Duración: 108 minutos
Primera parte. All that jazz. Me gustan las películas que terminan justo donde tienen que hacerlo, que no se explayan en todo lo que les pasa a los personajes, que dejan algo abierto, que dejan tensado un conflicto sin cerrarlo del todo. Miami Vice termina bien: sabemos qué les pasa a los personajes de Colin Farrel y Gong Li, pero no a los de Jamie Foxx y su pareja, que está internada y muy lastimada (Mann deja ver un gesto, un movimiento de sus dedos, pero eso no quiere decir mucho). También muchas películas del clasicismo estadounidense terminan así: ni bien un conflicto se resuelve, el “the end” aparece sobre la imagen negando cualquier posible epílogo o sobreexplicación por parte del guión. Y las películas de Rejtman también, claro. Aunque no se trata de elogiar porque sí un final rápido, pero sí decir que varias películas pierden mucho interés cuando presentan un final muy largo o explicativo: del primer caso tenemos como ejemplo la tercera parte de El señor de los anillos, que muestra varios minutos seguidos en ralentí ininterrumpido y agobiante. Del segundo caso podemos nombrar a casi cualquier película con vuelta de tuerca, que sobre el final empieza a escupir cual vómito toda la seguidilla de trampas e indicios que dan otro sentido a la historia: Sexto sentido, Seduciendo a un extraño, o cualquier otra película del montón (con o sin Bruce Willis).
Es que un final rápido tampoco es necesariamente un final justo. El sueño de Cassandra termina rápido, pero lo hace de forma entrecortada, a las apuradas y casi de compromiso. Parece como si Woody Allen quisiera acabar cuanto antes con el relato, sacárselo de encima. Es que tanto El sueño... como Match Point y Scoop tiene un aire de película inconclusa, dubitativa, que no sabe hacia dónde va. Hay escenas y planos de estas tres películas que recuerdan por momentos al cine frío y desangelado de Kubrick, sólo que sin el cálculo ni el rigor estético del norteamericano. ¿Será por esto que ciertos elementos del cine anterior de Allen no están en estas películas? Pensemos en el jazz: sus primeras películas no sólo tenían bandas de sonido sobrecargadas de jazz, sino que también las mismas películas eran dueñas de una libertad y una voluntad de riesgo que se acercaba bastante a los postulados (est)éticos del jazz. Basta comparar un mocukmentary genial como Zelig con un mero ejercicio genérico como Scoop: y acá no vale decir “la edad”, sino mírenlo a George Romero. Y tampoco vale decir “filma una vez por año”, porque a la edad de Allen (setenta y tres) John Ford había filmado más de ochenta películas (el doble de las de Allen, y esto contando nada más su etapa sonora). Y siguiendo con la analogía muy pertinente del jazz: si Zelig o Bananas son bebops; por su tono de frescura, actualidad, de espíritu de época y de libertad rabiosamente obstinada, y si algunas de sus películas de finales de los ochenta y noventa muy rescatables como Maridos y esposas o Crimen y castigo se parecen más al swing de los 30’; por su economía narrativa, cierto reposo estético, una elegancia propia de quien es consciente de sus limitaciones y una apuesta cada vez más fuerte a lo seguro en detrimento de la experimentación y el riesgo, entonces las recientes Match Point, Scoop y El sueño... ¿qué mierda serán?
La respuesta a este interrogante y muchos más, en la segunda parte.
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